No somos tan diferentes: raza e identidad cultural | Seconde Nimenya | TEDxSnoIsleLibraries

Seconde Nimenya, estadounidense nacida en Burundi, descubrió a través de su migración a Estados Unidos, que las similitudes de gente de todo el mundo superan las cosas que nos separan.

Seconde viaja por el mundo compartiendo un mensaje de tolerancia y paz, trabajando para salvar la situación entre las comunidades multiculturales, e instando a otros que utilicen las adversidades de la vida para ser mejores personas. Aboga por la diversidad, la integración en el trabajo y el sistema educativo. Seconde es autora de "Evolcing Through Adversity". Su segundo libro, "A Hand To Hold", es una novela de amor y redención.

Hace dos años, estaba
impartiendo una conferencia,

y el ponente principal
hablaba dos horas antes que yo,

así que tenía mucho tiempo libre.

En esta conferencia inaugural
en particular,

No quería entrar en el auditorio
a escuchar la charla.

No quería ir
porque el tema iba sobre algo

con lo que no me podía identificar.

Era sobre las experiencias del ponente
como homosexual judío.

(Risas)

Sabía que no podía aprender nada
de este hombre.

(Risas)

Al fin y al cabo, no soy homosexual,

no soy judía y no soy un hombre.

Así que, ¿qué podía aprender de él?

Pero no tenía nada más por hacer
antes de mi conferencia,

así que decidí que me sentaría
en el auditorio a jugar con el móvil.

Cuando el ponente empezó
a compartir su mensaje,

me quedé tan sorprendida

que incluso olvidé que estaba ahí
para jugar con el móvil.

Primero, estaba impactada por lo mucho
que este hombre había pasado

solo para que la sociedad lo aceptara.

Y luego me percaté de que aunque
sus experiencias eran diferentes

a las de mi propia trayectoria,
no éramos tan distintos.

Ese día, aprendí lo siguiente:

que ya sean homosexuales
o heterosexuales,

blancos o negros,

judíos, cristianos o musulmanes,

demócratas o republicanos,

en el fondo los seres humanos
anhelan lo mismo:

ser aceptados por lo que son.

Al principio de llegar a EE. UU.,

tenía problemas
con parecer diferente.

Siempre que alguien me preguntaba,
"¿cómo te llamas, querida?"

Yo decía, "me llamo Seconde",

y ellos decían,
"qué acento más bonito",

y yo respondía, "gracias".

Pero me daba cuenta
de que mi acento tenía un acento.

Así que ya conocía la siguiente pregunta,
que era: "¿De dónde eres?"

Me paraba, pensaba,

y luego decía, "soy canadiense".

(Risas)

Pero sopesaban mi pregunta,
me repasaban, y preguntaban de nuevo:

"¿Pero de dónde originariamente?"
con énfasis en "originariamente".

No fue hasta que, un día,
mis dos hijas me hicieron sentar,

me miraron a los ojos,
y, con actitud adolescente, dijeron,

"Mamá, hemos visto que cada vez
que alguien te pregunta de dónde eres,

mientes".

(Risas)

Sí, era como
una pequeña confrontación o algo así.

(Risas)

Lo que mis hijas no sabían,
era por qué intentaba ocultar mis raíces.

Por entonces, eran demasiado jóvenes

para entender totalmente
todas las cicatrices con las que cargaba,

cicatrices de una infancia
en un país destruido por la guerra.

Nací y crecí en Burundi,

un país pequeño
en África Centro-Oriental.

Desde los seis años,
había vivido guerras civiles,

malestar permanente y
destrucción en mi país,

me avergonzaba el estigma de la guerra

y de las todas las heridas invisibles
que me había causado.

Y por las guerras civiles en curso,
me convertí en refugiada,

y viví en Canadá 12 años
antes de ir a EE. UU.

Ir de África a Canadá
y luego a EE. UU.

significaba que debía encargarme de
un conjunto de nuevas expectativas

de personas distintas
y de culturas distintas.

Como recién llegada,
siempre había un sitio

en el que ser diferente destacaba,

y, no siempre, en el buen sentido,

por eso era por lo que intentaba
ocultar mis orígenes

cuando la gente me preguntaba
de dónde venía.

Quería encajar
ser totalmente aceptada.

Hoy, me considero afortunada
de haber vivido la vida

en estos entornos culturales diversos.

Me dieron una nueva forma de valorar,

y nuevas perspectivas cuando se trata de
diversidad y de integración.

Ahora bien, no digo que
todo esto fuera fácil,

pero lo que aprendí salió de algunas
de las situaciones más difíciles,

en especial como madre.

Situaciones como cuando mis hijas
volvían del colegio llorando

porque sus compañeros
las había insultado

al empezar la escuela.

Palabras como "chocolateada"

o que les preguntaran si su madre
había bebido demasiado café

cuando estaba embarazada.

Es un hecho, que estas palabras
tenían connotaciones raciales,

pero los niños de cinco, seis y siete años
no son racistas.

Esos niños solo actuaban
por lo que no sabían,

y por lo que no les habían enseñado.

Podría haber culpado a sus padres,
a sus profesores, o al director,

y para ser sincera, lo hice.

Pero al poco tiempo me di cuenta
de que por mucho que les culpara

podía recuperar
la autoestima de mis hijas

o mitigar mi propio dolor.

Cuando la gente piensa
"lo diferente es malo",

y tú te lo crees, antes de saber,

puedes estar negando
tu propia autoestima

y tu propia identidad, como yo hacía

antes de que mis adolescentes
me lo dejaran bien claro.

Entonces es cuando decidí que lo único
que podía controlar realmente

era elegir cómo responder.

Podía ser una amargada,

o podía estar mejorada.

Era mi elección.

Así que en vez de miedo,
empecé a utilizar

mis diferencias y mis adversidades

para avivar mi compasión por otros.

Elegí defender y educar
sobre la diversidad,

y acercar posiciones culturales
entre nuestras comunidades.

Se convirtió en mi pasión y en mi misión.

A día de hoy, veo como el miedo
de nuestras diferencias

afecta a los jóvenes en la escuela
y las comunidades de todo EE. UU.,

y la desconexión creciente
que sienten los jóvenes

cuando se trata
de sus identidades sociales.

Cuando hablo con alumnos en los institutos

o universidades y facultades,

el principal obstáculo que comparten

no es el de los logros académicos.

No, es el del miedo de ser diferentes,

y las amenazas que a veces encaran

en sus campus o en sus comunidades,

mayoritariamente por su raza, género,

identidad sexual y religión.

Algunos se habrán tropezado con
una situación en la que les encasillan,

quizás por su apariencia,
por a quién quieren,

por la religión que practican,
o por como suena su nombre.

En ocasiones, todos hemos sido
víctima y responsables

de estereotipos y prejuicios.

Pero cuando desatamos nuestra capacidad
para la conexión y la empatía humana,

les damos a los demás el regalo
de vivir su propia verdad.

Ahora miro al racismo, al sexismo,

o cualquier otro tipo de discriminación
que plaga la sociedad de hoy en día

con estas dos perspectivas:

Una, es lo que hace a la persona
contra la que se discrimina,

y dos, lo que hace
al que perpetra

esa discriminación.

Realmente creo que la victima
tanto como el perpetrador

están heridos y necesitan recuperarse.

En el fondo de mi corazón,

sé que tenemos más similitudes
que diferencias,

así que tengo la esperanza de que podemos
construir un mundo todavía más bello

si elegimos utilizar
nuestras diferencias como un catalizador

para alentarnos los unos a los otros.

Si elegimos ver a los demás
por quién son y no por lo que son,

quizás podamos cambiar el mundo.

Aveces la gente me pregunta, "Seconde,

¿qué podemos hacer
para que la próxima generación

pueda vivir en un mundo
en donde se celebren las diferencias?"

Así que dejen que hoy comparta tres cosas
que pueden empezar a hacer ahora mismo.

Número uno, empiecen donde están,

y donde tengan el máximo poder
para influir en el cambio.

Puede ser en su casa, su escuela,

su comunidad, o su trabajo.

Y número dos, sean valientes.

¿Qué quiero decir con eso?

Sean valientes teniendo conversaciones

que en ocasiones pueden ser incomodas.

Las cuestiones raciales,
por ejemplo, en EE. UU.,

son un tema incómodo para mucha gente.

Pero no desaparece ignorándolo.

Así que tengamos una conversación
sobre la raza,

y busquemos comprensión
los unos de los otros

y curémonos los unos a los otros.

Y número tres, sean flexibles.

Incluso con algo que no entiendan
o con lo que no estén de acuerdo,

tengan la mente abierta
y aprendan lo que desconocen.

Al fin y al cabo, es cuestión de

sonreír amablemente a un desconocido,

un apretón de manos o un gesto

para saludar a alguien y decir:

"Te veo".

"Te quiero".

"Importas".

Gracias

(Aplausos)