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Nuestro cerebro
es tan eficiente y silencioso
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al realizar sus operaciones cotidianas
que tendemos a pasar por alto
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el extraordinario y complejo logro
que es sentirse mentalmente sano.
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Una mente en estado sano
está constantemente realizando
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una serie de maniobras casi milagrosas
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que sustentan a nuestros estados de ánimo
con lucidez y propósito.
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Para poder apreciar
lo que sería la salud mental
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y, por tanto, lo que implica lo contrario,
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tomémonos un momento para tener en cuenta
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parte de lo que pasa entre los pliegues
de una mente con un funcionamiento óptimo.
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Antes que nada,
una mente sana es aquella que edita,
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un órgano que logra cribar,
a partir de miles de pensamientos
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dispersos, exagerados,
desconcertantes u horrorosos,
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ideas y sensaciones concretas
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que deben tenerse en cuenta
de forma activa
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para que podamos dirigir nuestras vidas
de forma eficiente.
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En parte, esto implica mantener a raya
juicios punitivos y críticos
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que podrían querer repetirnos
lo deplorables y atroces que somos,
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mucho después de que esa dureza
haya dejado de tener un fin práctico.
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Cuando nos entrevistan para un trabajo
o cuando tenemos una cita con alguien,
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una mente sana
no nos obliga a escuchar voces interiores
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que insisten en lo poco que valemos.
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Nos permite hablarnos a nosotros mismos
como haríamos con un amigo.
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A la vez, una mente sana
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resiste la tentación
de las comparaciones injustas.
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No deja que los éxitos
y logros de los demás
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nos afecten constantemente
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y nos reduzcan
a un estado de amarga ineptitud.
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No nos tortura
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constantemente comparando
nuestra situación a la de personas
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que, realmente, se han criado
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y han tenido trayectorias vitales
muy distintas.
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Una mente que funciona correctamente
reconoce lo fútil
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y cruel que es
tratar de encontrar fallos constantemente
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en su propia naturaleza.
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Por el camino, una mente sana
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mantiene un control sensato
sobre el grifo del miedo.
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Sabe que, en teoría,
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hay un sinfín de cosas
que podrían preocuparnos:
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podría fallarnos un vaso sanguíneo,
podría estallar un escándalo,
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los motores del avión
podrían desprenderse de sus alas...
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pero tiene clara la distinción
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entre lo que sería posible que sucediera
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y lo que es probable
que, de hecho, suceda.
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Y es capaz de dejarnos en paz
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en lo que respecta a las eventualidades
más salvajes del destino,
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con la confianza
de que no sucederán cosas terribles
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o estas podrán resolverse
de forma bastante eficaz
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si alguna vez suceden.
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Una mente sana
evita las fantasías catastróficas.
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Sabe que hay
amplios y estables escalones de piedra
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y no una pendiente empinada y resbaladiza
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entre sí misma y el desastre.
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Una mente sana tiene compartimentos
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con puertas pesadas
que cierran de forma segura.
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Puede compartimentar si lo necesita...
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no todos los pensamientos
corresponden a todos los momentos.
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Cuando hablamos con una abuela,
la mente impide que aparezcan imágenes
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de las fantasías eróticas
de la noche anterior.
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Cuando cuidamos de un niño,
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puede reprimir sus ideas
más cínicas y misántropas.
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Los pensamientos aberrantes
de saltar a una línea de tren
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o de autolesionarse
con un cuchillo afilado
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pueden mantenerse
como breves y peculiares destellos
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y no ser fijaciones repetitivas.
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Una mente sana
domina las técnicas de censura.
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Una mente sana puede acallar
su propio hervidero de preocupaciones
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para, en ocasiones, poder centrarse
en el mundo más allá de sí misma.
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Puede estar presente y comprometida
con las cosas y personas más próximas.
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No todo lo que es capaz de sentir
debe sentirse en todo momento.
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Puede ser buena oyente.
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Una mente sana
combina una sospecha adecuada
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hacia ciertas personas que sienten
confianza fundamental hacia la humanidad.
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Puede asumir
un riesgo inteligente con un extraño.
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No extrapola a partir
de los peores momentos de la vida
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para destruir la posibilidad
de que surja nada bueno
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de una nueva amistad.
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Una mente sana sabe tener esperanza.
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Identifica y luego se agarra con tenacidad
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a unos pocos motivos para seguir adelante.
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Por supuesto,
hay razones para la desesperación,
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el enfado y la tristeza por todas partes.
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Pero la mente sana sabe
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cómo hacer un paréntesis
en aras de la resistencia.
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Se agarra a los indicios
de lo que sigue siendo bello y amable.
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Se acuerda de ser agradecido.
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A pesar de todo, puede seguir
teniendo ganas de un baño caliente,
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unos frutos secos o chocolate negro,
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una charla con un amigo
o una jornada laboral gratificante.
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Se niega a ser silenciada
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por todos los muchos argumentos razonables
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a favor de la rabia y el desaliento.
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Esbozar algunos de los rasgos
de una mente sana
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nos ayuda a identificar lo que puede torcerse
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cuando enfermamos.
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Deberíamos reconocer hasta qué punto la enfermedad mental
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es, en definitiva, tan común y tan poco vergonzoso
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como su homóloga física.
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La verdadera salud mental
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supone la aceptación sincera de todos los problemas de salud que tiene que haber
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hasta en la vida más aparentemente competente y plena.
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Y no deberíamos dudar más en buscar ayuda
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que cuando desarrollamos una infección respiratoria o un dolor de rodilla
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y no deberíamos considerarnos menos merecedores de amor y empatía.
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