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LA NEURODIVERSIDAD Y YO
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La primera vez que mis padres me dijeron
que de niña consultaron si era autista
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yo tenía 14 años.
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Por ese entonces,
me acosaban en la escuela secundaria
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y rompía a llorar
pensando qué había de malo en mí
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y por qué no podía ser
como el resto del mundo.
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Trajo consigo sentimientos encontrados:
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un sentimiento de alivio,
de por fin poder entenderme,
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pero también desesperanza.
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La forma en que los medios representaban
a las personas en el espectro autista
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era un caso perdido:
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había que tenerles lástima
o debían cambiar para encajar.
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Con 15 años
encontré una señal de esperanza.
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Me topé con una comunidad en línea
de activistas autistas,
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gente corriente en el espectro
que luchaban por algo nuevo y asombroso:
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la aceptación del autismo.
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Hablaban sobre neurodiversidad,
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que reconocía el autismo
como una diferencia natural del cerebro,
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y que las personas autistas
necesitaban ser aceptadas socialmente
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y tener un espacio
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en lugar de ser menospreciadas
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o vistas como un misterio
que deba resolver
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el próximo avance científico.
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No exagero al decir que estas ideas
de aceptación, orgullo y diversidad
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me salvaron la vida y me hicieron ser
una persona más fuerte y feliz.
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Las personas autistas merecen ser
valoradas y aceptadas tal y como son.
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Merecen saber que son poderosas
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por vivir, sobrevivir y tener éxito
en un mundo que no se construyó para ellas.
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Merecen sentirse orgullosas
de quienes son,
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no por cómo de normal puedan actuar
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o su inteligencia percibida,
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sino por el hecho de que son personas.
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Las personas con autismo
no son un puzle que resolver.