Tengo una atracción por las palabras
desde que estaba en la primaria.
Ese sonido afectuoso de,
"Síguete moviendo y te voy a dar",
cuando me peinaban el cabello.
La sensualidad con la que
el cantante LL Cool J
enrolla la lengua cuando su música
suena en la radio.
Las clases inspiracionales que detallan
los aparatos literarios de la onomatopeya
y la sinécdoque en la preparatoria.
Las palabras han sido
mi mejor amigo por 29 años.
Desde la primaria me han aislado.
La envidia de mis amigos blancos
si me burlaba de mis amigos negros
y nos insultábamos
para demostrar que nos queríamos.
Las esquinas que me ofrecían refugio
cuando prefería escribir poesía
en lugar de contar chismes
mientras estudiaba la universidad.
La necesidad que sentía
de contener mis emociones y preguntas
por miedo a que mis compañeros
y mis profesores blancos
malinterpretaran mis intenciones.
La inevitable costumbre
de escuchar la palabra con "n"
en casi todos los lugares a los que iba,
sin importar las diferentes razas.
Por 29 años, las palabras
ha sido mi mayor archienemigo.
El problema está claro.
Como sociedad, subestimamos el lenguaje.
Y cada vez está más claro
por qué persiste este problema.
Las personas son muy tontas.
(Risas)
Asumimos, ingenuamente, que la riqueza
se mide con billetes y monedas,
asumiendo que cualquier otro tipo
de moneda es inferior,
y por lo tanto, secundaria.
Kofi Annan, un gran diplomático de Guinea,
dijo una vez que la educación
es el ecualizador de nuestros tiempos.
Kofi es brillante.
Es genial, así que, sin ofender
pero Kofi se equivocó con esto.
Las palabras pueden lograr más
de lo que la educación jamás podría.
Solo que nos les damos la oportunidad
para hacer lo suyo lo suficiente.
Los invito a un viaje de 3 anécdotas
a través de mi adultez,
y estarán de acuerdo.
Me he descubierto, redescubierto,
y vuelto a redescubrir a mí misma
desde que tengo memoria.
Uno de los momentos más poderosos
en el viaje para descubrirme a mí misma
sucedió en el 2016 cuando me obligaron
a reconectarme con el lenguaje.
Recuerdo cuando apenas pasaba los 20 años
y llevaba una vida muy acelerada.
Me acababa de mudar a Boston
de mi pueblo natal Cincinnati, Ohio.
Y estaba muy orgullosa por la manera
valiente y desvergonzada
con la que había pasado por el mundo
hasta que descubrí
que estaba en el 2º mes de embarazo.
La vida tenía una forma muy curiosa
de decirme que me calmara.
Estaba consternada.
Recuerdo que se lo conté
a las personas cercanas a mí
con un mensaje que decía:
"Tengo malas noticias".
Y eso fue todo.
Mi entonces exnovio, el padre de mi bebé,
reaccionó con gentileza.
Fue un gran apoyo.
Por lo que mis malas noticias
se convirtieron en solo noticias.
Y cuando mi abuela
me dio palabras de aliento,
pensé, bueno, ahora son buenas noticias.
Estaba emocionada.
Ya tenía buenas noticias.
Estar embarazada era algo bueno.
Recuerdo cuando supimos
la fecha de nacimiento de Amir...
Perdón, el género, de mi hijo Amir.
Estábamos tan emocionados
que nos fuimos de compras inmediatamente.
Revisamos tantas ofertas
y tiendas de liquidación,
tantas como nos pudimos permitir.
A los seis meses, Amir dejó de moverse.
No vivió más de seis meses en mi vientre.
Lloré.
Lloré por días.
Lloré por días que
se convirtieron en semanas.
Lloré por semanas que
se convirtieron en meses.
Meses, que ya se convirtieron en 3 años.
A veces, aún lloro.
Claro que todas las personas
que se preocupan por mí
usaban sus palabras para tratar
de secar mis lágrimas y calmarme.
Muchas veces me dijeron:
"Lo siento mucho, Ashley".
y algunas veces:
"Está en un lugar mejor, Ashley".
Ya saben, el tipo de palabras
que usamos para tranquilizar a alguien
porque no sabemos qué más decir
a pesar de que sabemos que
probablemente esas palabras no funcionan.
No me recuperé
hasta que conocí a mi terapeuta.
Mi terapeuta me dijo: "Está bien llorar.
Está bien que te duela.
Incluso está bien criticar la forma
en la que otras personas
te dan permiso de hacerlo".
Y en cuestión de semanas, dejé de llorar.
No sé por qué.
Avancemos al 2017.
Como les presentaron,
estoy muy orgullosa de ser educadora.
Empecé mi carrera como docente
con el Charlie Sposto GSE,
que es un programa
de residencia de maestros
creado por Match,
una red de actas constitutivas.
Trabajé en la escuela de Match
en Brighton cinco años.
Suelo retribuir algo
al programa de graduación
porque siento
que hicieron mucho por mí.
Y una forma de hacerlo
es presentándome en su comité cada año.
Recuerdo que me preguntaron algo
en mi última presentación
sobre cómo mi identidad
atribuye a mi práctica como educadora.
Cualquiera que me conozca
sabe que me emocionó mucho
esa pregunta
porque todo lo que se relaciona con raza,
identidad, afirmación, cultura...
Eso es lo mío.
Es lo mío.
Se notaba mi emoción en mis respuestas.
Empecé hablando de la tensión
que suelo sentir como mujer negra
educando niños negros.
Irónico, ¿verdad?
Hablé de que a menudo
me siento en conflicto
por que, a pesar de que comparto
identidad con muchos de mis estudiantes,
trabajo en un espacio,
o en ese momento trabajaba en un espacio,
dominado por gente blanca.
Sentía que tenía que restringir
a mi verdadero yo.
Hablé sobre el mensaje que dan mis aretes.
Hablé sobre el mensaje
que da el diseño de mis uñas.
Incluso hablé sobre
la típica reacción de la gente
al ver mis tatuajes
y el mensaje que eso también da,
solo que uno un poco diferente.
Hablé de muchas cosas.
Y concluí diciendo algo como:
"Es cosa de una mujer negra",
con un todo de orgullo un poco falso.
En respuesta, una residente
blanca y entusiasta alzó la mano.
Dijo: "De hecho, no solo es
cosa de una mujer negra.
A mí también me ha pasado".
Y empezó a proyectar
su privilegio y su historia
sobre la mía.
Aunque no me pareció,
no creo haber respondido
de manera grosera.
Le dije: "Sí, claro.
La feminidad en el patriarcado
de este país es una cosa, seguro.
Sin embargo, la feminidad negra
en el patriarcado blanco de EE. UU.
es algo completamente distinto".
Es algo sobre lo que, específicamente,
no tiene derecho a opinar.
En respuesta a las palabras que le di
a las palabras de la mujer blanca
recibí grandes ovaciones de la gente.
Mi favorita fue de una de mis estudiantes,
quien estaba conmigo en el comité.
Llamémosla Maya.
Maya dijo: "Sí, Davis"
y me abrazó con fuerza.
Maya me abrazó con más fuerza
de la que nadie lo había hecho antes.
Aún no entiendo bien por qué.
Avancemos a octubre de 2018.
En ese año era una becaria,
que es una forma bonita de decir
que era una asistente mal pagada
preparándome para ser directora.
Trabajaba en una bella
e íntima escuela primaria.
Abarcaba desde el kinder
hasta tercer año en Shaw, Mattapan.
Era una escuela
llena de hermosos niños de color.
Alrededor del 30 %
de nuestros estudiantes eran latinos.
Cabe destacar que prefiero usar
la palabra latino, en lugar de hispano.
Una de las cosas
que más me enorgullecían de la escuela,
y de Boston en general,
y una de las cosas
que me motivan a enfrentarme al frío
es el hecho de que Boston
es muy lingüísticamente diverso.
Muchos de mis estudiantes
hablan inglés, claro,
pero no como su lengua principal.
Y a mí me gustaría ser
poliglota al igual que ellos.
Eso es algo de lo que estoy
demasiado orgullosa.
Sin embargo, el día
en que esta historia toma lugar,
no estuve nada orgullosa.
Una de mis estudiantes,
que se identifica como latina,
llamémosla Taj, de segundo año.
Ella es asombrosa.
Todos mis estudiantes lo son,
no tengo favoritos.
Pero lo que hace a Taj muy asombrosa
es que sin importar
con quién esté, ella es la misma.
Y va en segundo año.
Quería compartirle eso a su mamá.
Y practiqué un poco
lo que le diría en mi cabeza,
pues como sabrán,
me encantan las palabras.
Quería decir algo como:
"Así es como Taj responde en clase.
Y en clase de porristas,
Taj muestra su liderazgo así.
Y cuando está sola
y cree que nadie la está viendo,
Taj hace esto".
Porque en verdad quería mostrarle
a la Sra. García, la mamá de Taj,
lo hermoso de la personalidad de Taj.
Cuando terminé de practicar en mi mente
fui al patio para despedir a los niños.
Claro que le prestaba atención a todos
y me aseguraba de que todos
se fueran con la persona correcta.
Pero estaba buscando
a la Sra. García, la mamá de Taj.
Cuando la vi acercarse
la saludé frenéticamente,
casi como un niño en una tienda de dulces.
Y me acerqué rápidamente a ella.
Empecé a hablar.
Ni siquiera nos saludamos,
solo empecé a hablar.
Y a la mitad de mi discurso
me interrumpió y dijo:
"Hola, Srta. Davis".
Y me detuve.
Hasta entonces me di cuenta
de que mi discurso
perfectamente ensayado en inglés
no serviría con la mamá de Taj.
Me dio mucha pena.
Taj, con su gran inocencia,
se metió y empezó a interpretar.
Se volteó hacia mí
y me preguntó algo en inglés
y luego volvió a ver a su mamá
y respondió en español
con gracia e inmediatez.
La Sra. García dijo:
"Gracias, Srta. Davis" y empezó a llorar.
Y solo pude sonreír.
En consecuencia, me di cuenta
de que algo que también la hace especial
no es el hecho de que hable inglés.
Tampoco es el hecho de que hable español.
Sino que, en ese momento,
muy astutamente supo
qué idioma necesitaba para unirnos.
El idioma del amor.
Ahora entiendo por qué.
Escogí estas tres historias
porque cada una de ellas
remarca la importancia de la semántica.
La forma en la que decimos las cosas,
el "por qué" detrás de lo que decimos,
y el impacto de aquello
que dijimos tiene importancia.
Uds. son quienes son
por las palabras que eligen
y por las palabras que no.
Sus palabras son su poder
y los hacen fuertes.
Entonces, no se trata
de si tienen o no acceso
al poder de las palabras.
Se trata de su relación con las palabras.
¿Son como los miembros del equipo Amir
que solo repiten palabras y frases
una y otra vez
porque no saben qué más decir
a pesar de cómo afectan a las personas
¿solo porque alguien se las dijo a Uds.?
¿O son como la ingenua residente
que niega las palabras de los demás
por un deseo egoísta de plasmar
sus palabras sobre las de los demás?
¿O son tal vez como Taj,
que reafirma la palabra "moneda" en otros
sin importar la raza, estatus social,
preferencias o creencias?
Las palabras nos han definido
y alimentado desde que nacimos.
La turbia manera de decirle "Buenos días"
con más entusiasmo a nuestro jefe
en juntas de promoción
que a quien nos sirve café
en Dunkin' Donuts cada mañana.
La insinuante manera de introducir
un nuevo amigo a nuestras vidas
detallando algunos aspectos
sobre nosotros y omitiendo otros
porque apenas es la primera cita.
El hecho de que, de niña,
leí un diccionario diligentemente.
Lo estudié,
y el hecho de que ahora, como adulto,
tengo una lista protegida de palabras
que colecciono
en la parte de atrás de mi agenda.
Que la mayoría de la gente de color
debe ensayar y reescribir
lo que quieren decir
al menos tres veces en su cabeza
antes de alzar la mano
para decir esas palabras en voz alta
en un escenario que los blancos
considerarían "profesional".
Las palabras nos han hecho fuertes
e iguales toda nuestra vida.
Las palabras importan.
Denles la oportunidad.
Si no se llevan nada más de esta charla
les pido que reflexionen sobre esto.
El trabajo de las palabras
es muy personal.
Es muy privado.
Así que busquen la manera de preguntarse:
"¿Cómo es mi relación con las palabras?"
Usen la respuesta para tratar de mejorar
y ser más fuertes.
Uds. pueden.
Y si no, siempre tendrán palabras.
Gracias.
(Aplausos)