Hola, ¿qué tal?
Me llamo Hugo Dopaso y
trabajo en la problemática
del final de la vida, efectivamente,
como médico y psicoterapeuta.
Ese es el lugar, ese es el rol, que me
ha tocado y que he asumido, desde ya.
Y del que me siento muy honrado.
Cuando charlaba con las personas
de TED que me invitaron
--invitación con la cual me siento
muy honrado-- y les pregunté:
¿Cómo sería la mejor manera
de presentar mi tema?
El tema de la muerte,
el proceso para morir.
Entonces esta persona me miró y me dijo:
"es muy simple, sé vos mismo".
Sé vos mismo. Y, realmente,
es lo que quiero hacer
y lo que quiero intentar:
ser yo mismo.
Hablarte desde mí, desde mi corazón,
desde mis vivencias.
Me parece que sinceramente
es lo que principalmente
tengo ganas y necesidad
de compartir con Uds.
La historia de mi trabajo
con los pacientes terminales,
que por supuesto no es un tema
que uno "elige" así nomás, ¿no?
No es que uno diga un día, a ver,
estaría bueno trabajar
con esa problemática.
De pronto la vida a uno lo pone ahí.
Todo se inició cuando en un momento
de la vida, esos momentos normales
en la vida de cualquier persona,
uno va madurando, creciendo,
uno ve que los hijos
van creciendo también.
Y, entonces, mira a los padres
y los padres están envejeciendo.
Así fue como en un determinado
momento, mi madre enfermó y murió.
Un tiempo más, su hermana
--una tía amada-- enfermó y murió.
Ahí aconteció un hecho
relacionado con la muerte
bastante especial también: cuando
estábamos velando a la tía Beatriz,
entonces un sobrino-nieto que la amaba
--estaba veraneando en Mar del Plata
y quiso venir un rato
a velarla, a estar un rato
con ella en el velatorio--
murió en un accidente de ruta,
en el trayecto de Mar del Plata
a Buenos Aires.
Esto ya era medio
como otra cosa, ¿no?
Uno está de cierto
modo condicionado
a despedir a las personas mayores, ¿no?
Pero este chico tenía 18 años.
De tal manera que, bueno,
terminó el velatorio de mi tía
y continuamos con
el velatorio de Gabriel.
Las cosas pasan, el tiempo pasó.
Un tiempo más y mi padre sintió
que ya era suficiente para él.
Que ya había hecho --así lo decía,
así lo expresaba a su manera,
era un hombre de campo--
que su tarea estaba cumplida
y que, bueno,
en realidad quería irse.
Lo decía con tranquilidad, con calma.
Evidentemente parecía estar preparado
para enfrentar esa experiencia.
Y así fue. Encontró, por así decirlo,
el modo de apretar el "switch".
Una enfermedad que no fue fácil
de diagnosticar y, total, murió.
Quedamos mi hermano y yo.
Tenía un hermano
dos años mayor.
Por esa época teníamos
48 y 50 años, aproximadamente.
Esa situación, esa circunstancia hizo
que nos sintiéramos
más cerca que nunca.
Yo quería acompañarlo
por la circunstancia tan dura
que él había pasado,
la muerte de su hijo.
Nos encontrábamos una vez
semana para salir a cenar.
Él venía a buscarme e íbamos
a comer a algún lado. Charlábamos.
Un día que me vino a buscar
antes de salir me dice:
-- "Che, ¿qué será esto
que tengo acá?"
-- "No sé, dejame ver".
-- "Un bultito que tengo", me dice.
Lo palpo y le digo:
"Mirá, hermano, esto es un ganglio.
Un ganglio se inflama
cuando hay alguna infección.
O cuando hay algún otro problema
que hay que controlar.
Forma parte del mecanismo de
defensa del cuerpo, del organismo.
Pero yo me voy a ocupar de averiguar
qué pasa, de qué se trata esto.
A la semana consigo a la persona apropiada,
un médico, biopsia, diagnóstico.
Un linfoma de Hodgkin.
En esa época, unos cuantos
años atrás, realmente
no había una terapia adecuada
para tratar esta enfermedad.
Total, que estuve seis meses
con mi hermano acompañándolo
en todo momento, porque así lo sentía,
es lo que quería hacer,
es lo que sentía
que tenía que hacer.
Estar con él, y
lo acompañé a morir.
Lo acompañé a dejar este mundo.
De modo que el pudo morir,
él pudo partir, diciéndome:
"Hermanito, yo no me voy,
a mí me echan de acá.
Estoy siendo desalojado,
no sé por qué".
Y, realmente,
esa era su vivencia.
Era joven. Tenía cosas por hacer,
sueños para realizar. Así partió.
Bueno, esta situación
realmente fue fuerte.
Traté de ver si podía
continuar con mis tareas,
con mis actividades,
mis responsabilidades.
Y como pude, traté de ir trabajando,
haciendo mis cosas.
Y la verdad es que no pude.
En cualquier momento,
en el momento menos pensado,
me venía una crisis de llanto.
Me ponía a llorar
desconsoladamente
en cualquier situación,
en cualquier lugar.
Pero no solamente sentía
una tristeza enorme, tenía miedo.
Realmente estaba muy asustado.
Tenía miedo.
La muerte se había
llevado uno tras otro
a todos los miembros de mi familia.
Y yo era el único que quedaba.
En cualquier momento iba
a venir por mí, ¿por qué no?
Esa era la situación
en la que me encontraba.
Y no encontraba respuestas,
no encontraba explicaciones.
Por momentos [sentía]
miedo pánico.
Por momentos [sentía]
una tristeza tan honda
como no conocía,
como no había sentido jamás.
Eso estaba interfiriendo
con mis actividades y mis cosas.
Trabajaba como psicoterapeuta.
Cuando me parecía que
más o menos me sentía bien
y podía atender a un paciente,
citaba al paciente.
A los 10 minutos el paciente
estaba hablando de cualquier cosa
y yo ya no podía conectarme
con él y tenía que pedirle,
"por favor, dejemos acá"
y me ponía a llorar.
Necesitaba ayuda.
Evidentemente, necesitaba ayuda.
Me di cuenta de que yo solo
no iba a poder salir.
Por supuesto recurro
a los colegas amigos,
a los psicoterapeutas, psicólogos.
No tenían respuesta
para mi situación.
Yo quería saber qué era todo esto
que me pasaba, que sentía,
de qué manera estaba
respondiendo a esa situación.
Pero la temática de
la muerte no es un tema
que manejen los psicólogos
ni los terapeutas tampoco.
De eso me enteré en
ese momento cuando necesité.
Seguramente las cosas
han cambiado en la actualidad.
Incluso me dijeron:
"Bueno, esto es una depresión,
tenés que tomar un antidepresivo".
A mí me quedaba claro que no era
una cuestión de depresión.
Era otra cosa lo
que me pasaba.
Era un verdadera crisis existencial.
No solamente era el miedo
a la muerte, el miedo a morir,
a dejar este mundo con
la pena que me daba.
Mis hijos chicos, mi familia, mis sueños,
mis ganas de hacer cosas.
Yo quería entender,
quería comprender, que alguien
me explique en qué consistía
esto de la muerte.
Un amigo de un amigo
tenía un sacerdote.
Me dijo, "¿por qué no vas
a hablar con él?
Es un sacerdote, religioso,
de esto algo puede decirte".
Por supuesto, fui a verlo.
Tuve un par de charlas con él.
Muy amable, muy generoso,
de corazón muy abierto.
Pero, en realidad,
en el fondo lo único
que tenía para ofrecerme
era consuelo.
Pero consuelo no era
lo que yo necesitaba.
Consuelo yo recibía, de amigos,
de familiares, que me rodeaban.
No era consuelo
lo que necesitaba.
Necesitaba saber,
necesitaba comprender.
Incluso hasta intenté
una incursión por la filosofía,
sin tener preparación
ni demasiada vocación tampoco.
Pero dije, bueno,
la filosofía puede ser.
Me pareció que la filosofía
para lo único que sirve
es para hacer preguntas,
y preguntas, y preguntas.
La filosofía hace preguntas
pero nunca responde.
Esa no es la función de la filosofía,
al parecer, responder las preguntas.
Y yo de preguntas tenía
la cabeza que estallaba.
De tal manera que, en esas condiciones,
viéndome sobresaltado
cada cierto tiempo, una vez por día
fácilmente al principio.
Con esas crisis de
miedo, de tristeza.
Muy interferido en
mis posibilidades de trabajar,
de hacer mi vida y mis cosas.
Por lo tanto de abrirme el camino
para ver si podía dejar
atrás toda esta situación.
No podía dejarla atrás.
Era lo que quería, lo que necesitaba
para poder continuar
el camino de mi vida.
Un día, uno de esos tantos días,
sentí que empezaba a ponerme triste.
Dije, bueno, es otro momento más.
Entonces ya me disponía y me preparaba,
buscaba un lugar, en mi consultorio.
Me tumbaba en el piso,
en los almohadones,
trabajaba en la terapia gestáltica,
trabajábamos así...
y me quedaba ahí... y la tristeza
venía y estaba y se instalaba.
Estaba un rato, un rato
largo a veces conmigo.
A veces ese rato me parecía
que era muy largo.
Pero así como venía
se iba también.
Una vez, dos veces, tres veces.
Un día, dos días,
una semana, un mes.
Y un día me di cuenta de que
cuando salía del estado,
cuando salía del momento,
cuando la tristeza se iba,
y yo empezaba a recuperarme,
terminaba estando mejor, más tranquilo.
Casi como más fresco,
más lúcido. Estaba en paz.
Podía ver la vida de otra manera.
Podía volver a ilusionarme con el trabajo,
con la vida, con las cosas.
Realmente me sentía mejor.
Una vez, dos veces, tres veces.
Y, bueno, después de todo
la tristeza no me hace mal.
La tristeza no me hace ningún daño.
Más bien me parece
que todo lo contrario.
La tristeza me hace
bien porque después
que pasa me siento
como nunca, renovado.
Y un día, trataba de pensar
¿cómo hace la tristeza?,
¿qué es lo que la tristeza
hace para que yo
me sienta bien, me sienta mejor?
Yo quería saber, yo quería
aprender de la vida,
de la muerte, de la tristeza, de todo.
Quería saber, tengo
necesidad de saber.
Me di cuenta de que lo que
la tristeza hace es llevarnos adentro.
Adentro, adentro.
La tristeza nos lleva hacia adentro.
La función de la tristeza
en todas las personas es esa:
llevarnos hacia adentro,
hacia nuestro mundo interior.
Que era justamente donde
yo necesitaba estar.
Era a donde yo necesitaba ir.
A mi mundo interno.
Refugiarme en mi mundo interno.
Salir del mundo,
correrme del mundo.
Y entrar en lo más profundo
de mi corazón.
Lugar y espacio que yo no conocía,
no había frecuentado,
así, con esa intensidad, de ese modo.
Empecé a entender entonces que
la función de la tristeza era esa.
En algún momento dije, bueno,
no solamente que ya esperaba el momento
--porque no lo podía crear a voluntad--
fue otra de las cosas que aprendí.
Venía o no venía, no era algo
que yo pudiera manejar a voluntad.
Pero me disponía,
cuando sentía las señales.
Entonces un día dije:
voy a acompañar a la tristeza.
Y entonces empecé a crear condiciones
y cuando la tristeza venía
y se instalaba y empezaba
en su tarea de llevarme
hacia mi mundo interior,
entonces bajaba un poco
las luces, atemperaba las luces.
Atemperar estas luces,
vendría bien. Y puse música.
Dejaba que me acompañara en mi viaje
hacia mi mundo interior
un poco de música.
Y más o menos empecé a tomarle
la mano a la cosa y me dije,
bueno, voy a terminar siendo
un especialista en tristeza yo con esto.
Hasta ya sabía la música
más apropiada para mí.
El adagio de la sinfonía cuarta
de Mahler, por ejemplo.
Era una bendición.
Era no un vehículo que te acompaña
sino, más o menos, el tren bala
que te lleva hacia adentro, ¿no?
(Risas)
Y entonces, en mi aprendizaje, dije:
OK, la tristeza es el vehículo
que me lleva hacia adentro.
Y, ¿qué pasa adentro mío?
¿Qué es lo que hace que
de pronto en mi interior,
cuando ya el mundo externo
había desaparecido para mí,
y estaba en ese espacio,
me sentía pleno?
Me costaba creerlo.
¡Me sentía feliz!
Como nunca en la vida había podido
sentirme tan pleno y ¡tan feliz!
En ese espacio de
mi mundo interior.
Seguí observando,
seguí indagando.
Seguí tratando de ver qué es esto,
en qué consiste todo esto.
Y me di cuenta de lo siguiente:
cuando iniciaba el proceso,
cuando iniciaba el viaje
hacia el espacio interior,
el que iniciaba, el que empezaba
el viaje era ese personaje
llamado Hugo Dopaso
que estaba desolado
por el tema de la muerte,
que no podía trabajar,
ese personaje sufriente.
Ese era el personaje
que iniciaba la trayectoria.
Pero en el camino
hacia mi mundo interior,
en la medida en que iba penetrando
más y más dentro mío,
ese personaje se iba desdibujando
hasta que por último
ese personaje desaparecía.
Ya no estaba más. No formaba
más parte de mi realidad.
El que estaba ahí, en ese estado de paz,
no era más que yo mismo.
Era yo, era yo consciente
de ser el que soy.
Y ese estado de conciencia,
ese ser que soy,
pero que habita mi mundo interior
--y solamente mi mundo
interior y ese espacio--
no solamente me producía
bienestar y felicidad
sino que me mostraba
que esa es mi condición.
La felicidad, la paz,
es mi verdadera naturaleza.
Por supuesto, quería
quedarme a vivir ahí.
No quería salir más afuera.
No quería saber nada
más con el mundo.
Porque me daba cuenta de que
sistemáticamente cuando ese momento
terminaba como que
tenía que terminar
necesariamente,
e inexplicablemente.
Y así como empezaba,
también terminaba.
Y así como entraba,
tenía que salir.
En la medida en que iba recuperando
mi salida hacia el exterior,
iba recuperando nuevamente
el personaje que era,
el personaje común con el que
me desenvolvía ante el mundo.
En ese mundo, en este mundo,
al que llamamos el mundo de la realidad.
Y una vez ahí, no obstante
sentirme un poco mejor,
porque el recuerdo de esa
experiencia me hacía mucho bien,
me encontraba también con todos
los problemas que significa
vivir y compartir esto
que llamamos la vida,
el mundo, la realidad,
como lo queramos llamar.
Y sabía que mi situación
vital existencial era esta.
Entrar, salir, no puedo
quedarme adentro,
tengo que hacer mi vida afuera,
el mundo está ahí.
Para involucrarme,
para hacer lo mío.
Y cuando toda esta situación crítica
fue pasando y fue quedando atrás,
con este aprendizaje fenomenal
--realmente fenomenal--
que pude hacer,
en un momento dije, bueno, OK,
cuando estoy en este mundo
quiero cumplir
con mi rol de médico psicoterapeuta
y me quiero dedicar
a acompañar a las personas
en el final de la vida.
Esto es lo que siento
que quiero hacer.
Esta es la tarea a la
que me quiero dedicar.
Quiero aprender qué es, en qué consiste
porque dado mi rol profesional,
no conocía bien la problemática
al final de la vida,
no sabía bien la problemática
de los pacientes terminales.
Empecé a estudiar,
empecé a capacitarme.
Afortunadamente había
un lugar apropiado para eso.
Una fundación que recientemente
se había organizado en Buenos Aires.
Y me formé como
médico psicoterapeuta
acompañante de pacientes terminales.
Tal vez la mejor manera de resumir
sería diciendo lo siguiente:
entendí en qué consiste la muerte
y el proceso humano de morir.
El paciente terminal
es una persona para quien
como en el teatro el actor cuando
cae el telón, se terminó su rol,
el paciente terminal es
una persona que ya no puede
cumplir ningún rol más,
terminó con todos los roles.
Está ahí, tranquilo, dispuesto.
Por supuesto, inquieto,
inseguro, temeroso,
porque no sabe
cómo continúa la cosa.
Nunca se vio a sí mismo
a solas, consigo mismo,
como yo había aprendido a verme,
a solas conmigo mismo
y descubierto mi ser interior.
Él estaba identificado y creía que era
los roles solamente que cumplía.
Y que cumplió en función de su vida.
Todos los roles que desplegó.
Estaba identificado con los personajes
con los que se desenvolvía en el mundo.
Pero no había conocido al actor
que está detrás de ese personaje
que es el ser que uno verdaderamente es.
Y que solamente se puede expresar
en el mundo a través
del cumplimiento de las tareas
y de las funciones,
todas esas tareas y
funciones que hacemos,
y a las que nos dedicamos cotidianamente.
El paciente terminal, entonces,
todavía identificado
con sus personajes e identificado
con su propio cuerpo teme la muerte.
Porque sabe, intuitivamente,
que lo que va a pasar
es que se va a quedar sin el cuerpo.
El cuerpo es lo que va a morir.
Entonces, y con esto sí
creo que si puedo cerrar,
y dejar más o
menos clara la idea.
Esto me lo dijo un paciente
a quien yo acompañé.
Me dijo: Doc, vení para acá.
Te quiero hacer una pregunta
--42 años tenía, moría de
un cáncer de páncreas--
¿Por qué, si yo sé que me voy a morir,
creo que no me voy a morir?
Porque las dos cosas
son ciertas, pude decirle.
Cuando estás identificado con tu cuerpo,
cuando crees que sos tu cuerpo,
sabés que tu cuerpo va a
morir porque tiene cáncer.
Pero el que verdaderamente
sos vos, el que observa,
el testigo de esa experiencia del cuerpo,
evidentemente no es el cuerpo.
Es distinto, es diferente.
Y no solamente eso que vos sos
es distinto y es diferente.
Sino que es un linaje, un origen
distinto al físico y al corporal.
El cuerpo con la muerte se desintegra.
Termina hecho los minerales
de lo que está compuesto.
Pero la persona, de pronto,
no está en ese cuerpo.
Dejó ese cuerpo,
abandonó ese cuerpo.
A eso llamamos morir.
¿Cuál fue el destino?
¿A dónde va esa conciencia,
ese ser, o como queramos llamar?
Tema para pensar en otras oportunidades.
Gracias.
(Aplausos)