En Malakal, en un campo de
desplazados en Sudán del Sur,
conocí a Achuei al poco tiempo
de llegar a mi misión,
cuando acompañaba a una de las
enfermeras a hacer su ronda diaria.
Achuei estaba ingresada
con desnutrición aguda
en nuestro hospital de campaña.
Tenía 9 años, pero yo por su tamaño
creí que tenía entre 4 y 5.
Desde la primera vez que la vi,
casi siempre estaba sola en su cama,
llorando pero sin lágrimas.
Su padre había muerto
hacía poco en la guerra.
Y su mamá estaba ingresada
con tuberculosis
en la carpa-hospital de al lado.
Cuando podía, la cuidaba su abuela.
Tratamos a los chicos
con desnutrición, como Achuei,
con un alimento terapéutico,
una pasta a base de maní
que tiene muchísimas calorías.
El asunto es que a pesar que Achuei
tenía que recibir este alimento
notamos que su abuela
solo le daba arroz y pan.
Por eso pasaban las semanas,
en las que yo iba casi cada noche
para arroparla,
para esperar que se durmiera,
y Achuei no ganaba peso
porque su abuela no le estaba dando
el alimento clave
para tratar su desnutrición.
Cuando encima me enteré de que su abuela
estaba vendiendo este alimento
en el campo me indigné.
¿Cómo podía ser que esta señora
le estuviera negando a su nieta
su única posibilidad de recuperarse?
Organizamos un encuentro entre
los cuidadores y pacientes del hospital
junto con una traductora,
porque la abuela solo hablaba
el linka que es un dialecto local,
y ahí ella nos contó que vendía
el alimento en el campo
para comprar arroz y pan para
dar de comer a toda su familia.
¡Cómo nos habíamos equivocado!
Ella estaba haciendo lo que creía
era lo mejor para alimentar a todos
pero el arroz y el pan no sirven
para paliar una desnutrición aguda.
Le contamos entonces por qué su nieta
necesitaba esa pasta pegajosa
que es el alimento terapéutico.
A partir de ahí la empezamos
a ver visitando a Achuei
con un tachito de plástico lleno
de arroz junto con la pasta de maní.
Además de en Sudán del Sur,
yo estuve varios años trabajando
con Médicos sin Fronteras
en República Democrática de Congo,
en Níger, en República Centroafricana.
Casi todos esos están entre
los países con menores recursos
donde la gente se ve constantemente
afectada por la pobreza,
por la desnutrición, por la malaria,
entre muchísimas otras problemáticas.
Yo soy economista,
así que mi función principal
era coordinar financieramente
las misiones en donde yo estaba.
Tenía que asegurarme de que se cumplieran
los procesos y procedimientos,
que se respetara el presupuesto aprobado,
que todas las facturas
fueran pagadas en tiempo y forma.
Y tal vez hubiera sido más cómodo,
más fácil y menos desgastante para mí
quedarme atrás del escritorio,
cumplir solo las tareas de mi puesto
pero yo había entrado
a esta organización humanitaria
porque quería estar cerca de la gente,
así que desde mi primera misión
fui buscando excusas
para encontrar esta proximidad.
Todavía me acuerdo como si fuera hoy
esas mañanas en las clínicas
llenas de gente,
con los hermanitos
de los pacientes jugando,
las madres conversando entre ellas,
preparando la comida,
parte de nuestro personal
haciendo la ronda, lágrimas, mocos,
y otros fluidos corporales
por todos lados.
Mientras yo me preguntaba
qué tan efectivo era realmente
ese pedazo de jabón
que colgaba de una soga.
Y me veo levantando a un chiquito
demasiado bajo para alcanzarlo
y después preguntarme si eso no había
sido lo único humanitario real
que había hecho en el día.
Cuando estaba en Níger habíamos
cambiado la estrategia de abordaje
para la malaria para
los menores de cinco años
luego de que el año anterior había
sido trágico para la población.
Habían muerto muchísimas personas
pero especialmente niños y niñas
a causa de la malaria
combinada con la desnutrición.
Entonces, decidimos acercarnos
hacia las comunidades.
Tratar de estar más cerca de la gente
y llevar una herramienta de prevención
en vez de esperar que ellos llegaran
a nuestros hospitales y centros de salud
casi siempre colapsando
el sistema sanitario.
Encaramos una campaña
de prevención que se llama
"Quimioprevención contra
la malaria estacional"
que consiste en una vacuna oral
que había que dar a niños y niñas
durante tres días al mes
durante varios meses.
Pero al principio, como las
comunidades no sabían nada
y era una herramienta nueva,
no querían saber nada de
este nuevo tratamiento.
Preferían acudir al tradicional
una vez que se contagiaran,
que hasta ese momento había funcionado.
Así que nos acercamos hacia las
comunidades, hablamos con ellas,
les contamos de qué se trataba
esta campaña de quimioprevención,
contestamos sus preguntas, sus dudas,
conversamos con las madres
y con los líderes del pueblo.
Ese día en el auto íbamos el chofer,
el encargado de logística
del proyecto, Abdulaziz, y yo,
que iba mayormente a pagar sueldos
pero también a ayudar en lo que pudiera.
Teníamos que entregar las dosis
y temíamos que no muchas personas
concurrieran al lugar de la vacunación.
Después de recorrer muchísimas horas
de rutas y caminos de tierra
hasta lugares donde directamente
se acababa el camino
y con la camioneta
seguíamos atravesando colinas
por el medio del desierto de Sahel,
llegamos.
Para nuestra sorpresa,
vimos hileras de madres de las
que no llegábamos a ver el final.
Estaban con sus hijos apretadas
intentando conseguir una sombra
bajo un sol que rajaba la tierra.
Los chicos estaban asustados,
o algunos agobiados por el calor
o por la impaciencia.
Pero esa jornada de vacunación era
tan solo el final de un largo camino.
Había sido posible gracias a que
nos habíamos acercado a las comunidades,
habíamos hablado con la gente,
habíamos pasado larguísimos días
en el desierto.
Ese día sentí que formaba parte
de algo más grande.
Nuestros caminos se habían unido.
Pero hay tanto que hacer
en estas comunidades
que yo muchas veces me pregunto
si vale la pena.
Pero para los más de 184 000
niños y niñas en Níger
que ese año pudieron recibir el
tratamiento no dudo que si valió la pena.
Nunca me voy a olvidar de ese abrazo
que nos dimos con Abdulaziz
cuando el equipo terminó
de entregar la última dosis.
La satisfacción en nuestros ojos,
la sensación de alegría
de una misión cumplida.
Una alegría similar sentí
otra vez en Kikamba,
al este de la República
Democrática de Congo.
Ahí cuando llueve se cae el cielo.
Y como los caminos,
cuando existen, son de tierra,
los traslados se complican.
Yo tenía que acompañar
a uno de nuestros enfermeros
al centro de salud de la periferia.
Teníamos que hacer más de cuatro horas
para cubrir poco más de 50 km
que los separaban de nuestra base
y llegar así a hacer
las consultas de la semana.
Las personas de las poblaciones cercanas
nos esperaban.
Algunas habían caminado más de tres horas
para llegar a este lugar
en medio de la selva.
Sabían que cada miércoles nuestro equipo
se acercaba a hacer consultas de todo tipo
y ese día se acercaban en masa.
Cuando el equipo médico terminó de
atender a todas las personas del día,
emprendimos el regreso a la base.
Pero en el medio del camino
la camioneta se quedó empantanada
en un cráter de tierra roja
totalmente mojada por días y días
de lluvia constante.
El este de Congo es uno de los lugares
más conflictivos del planeta,
donde varios grupos armados
se disputan el territorio,
saqueando y quemando aldeas,
persiguiendo a grupos rivales.
Y también cuenta con una de las mayores
tasas de violencia sexual del mundo.
Por eso es muy peligroso
y está totalmente desaconsejado
desplazarse luego de la caída del sol,
que en ese momento se estaba acercando.
Intentamos entre el chofer, el enfermero
y yo destrabar la camioneta.
Pero semejante máquina es sumamente
difícil de mover entre tres personas.
Al poco tiempo,
vimos a varias personas aparecer
desde los costados del camino.
No podíamos ver quiénes
eran por la falta de luz.
Y lo primero que tuve fue miedo.
Pero enseguida me di cuenta
de que muchos nos conocían.
E incluso yo reconocía muchos hombres,
mujeres y niños con los que habíamos
estado hacía un rato en la consulta.
No dudaron en embarrarse hasta los dientes
y ayudarnos a desenterrar la camioneta.
Ese día pude realmente sentir lo que
era ser aceptado en una comunidad.
No solamente nos permitían trabajar ahí.
También nos ayudaban y valoraban.
Y gracias a ellos yo me sentí a salvo.
Hoy estoy en Argentina trabajando
nuevamente detrás de un escritorio.
Pero no me olvido de todos
los años que pasé en el terreno.
Son todas esas vivencias, mis vivencias,
las que me han formado y las que
me han transformado en quién soy.
Es la sonrisa de Achuei
en el hospital de Malakal.
Es el abrazo con Abdulaziz al final
de la campaña de vacunación.
Es la sonrisa de despedida
de aquel niño en Kikamba
luego de ayudarnos a desenterrar el auto.
Son estos recuerdos y cientos más
los que me siguen impulsando
y los que me dan
una razón de ser y de hacer.
Hoy, estando a miles de kilómetros
esas personas siguen presentes en mí,
recordándome que no se trata
de un trabajo individual,
ni de imponer nuestra ayuda.
Se trata sobre todo de trabajar
junto con la comunidad.
De poder aprender unos de otros
y de construir juntos
los caminos que hacemos al andar.