De niña, tenía muchos miedos.
Miedo de los relámpagos, insectos,
de ruidos y de personajes disfrazados.
Además, tenía dos fobias importantes:
a los médicos y a las inyecciones.
En mi lucha por escapar
del médico de la familia,
me volví tan físicamente combativa
que me tuvo que abofetear
para tranquilizarme.
Tenía seis años.
Todo era luchar o huir,
hacían falta cuatro adultos
para ponerme una vacuna,
incluidos mis padres.
Luego, nos mudamos de
Nueva York a Florida
cuando empezaba la secundaria,
y era la chica nueva
de la escuela parroquial,
no conocía a nadie
y me preocupaba por encajar.
En el primer día de clases,
una profesora cogió la lista y dijo:
"Anne Marie Albano",
yo contesté
(con acento de Staten Island): "¡Aquí!"
Ella rió y dijo:
"Oh, preciosa, levántate.
Dí P-E-R-R-O".
Y contesté
(con acento de Staten Island): "¿Perro?"
La clase empezó a reírse,
incluida la profesora.
Y así fue,
porque ella tenía miles de palabras
con las que humillarme.
Volví a casa llorando,
angustiada,
suplicando que me enviaran
a Nueva York de vuelta
o a un convento.
No quería volver al colegio. Ni hablar.
Mis padres me escucharon,
me dijeron que, de regreso a Nueva York,
lo hablarían con el monseñor,
pero que debía seguir yendo cada día,
para poder tener récord de asistencia
y pasar a noveno curso en Staten Island.
Todo esto fue antes de los móviles
y el correo electrónico,
así que durante las siguientes semanas,
en teoría, hubo cartas
entre la Archidiócesis de Manhattan
y Miami
y con el Vaticano,
cada día iba al colegio llorando
y volvía del colegio llorando,
a lo que mi madre me hubiera dicho
si respondió el cardenal o el obispo
al "Que siga yendo al colegio
mientras le buscamos un espacio".
¿Era ingenua?
(Risas)
Luego de unas semanas,
un día, esperando el bus del colegio,
conocí a una niña llamada Debbie,
que me presentó a sus amigas.
Y se convirtieron en mis amigas,
y, en fin, el Papa pasó a segundo plano.
(Risas)
Empecé a tranquilizarme
y a sentirme cómoda.
Mis tres décadas de estudio
dedicadas a la ansiedad infantil
surgieron de mi propia necesidad
de entenderme a mí misma.
Y he aprendido mucho.
En los niños, la ansiedad es la enfermedad
más común durante la infancia.
Estos desórdenes empiezan temprano,
a los cuatro años,
y durante la adolescencia,
uno de cada 12 es seriamente afectado
en sus habilidades para funcionar
en casa, en el colegio y con amigos.
Esos niños están muy asustados,
preocupados,
físicamente incómodos por su ansiedad.
Es difícil para ellos
prestar atención en clase,
relajarse y divertirse,
hacer amigos
y hacer cosas que
todos los niños deberían hacer.
La ansiedad provoca tristeza en los niños
y los padres ocupan un lugar importante
al atestiguar la angustia de sus hijos.
A medida que conozco niños
con ansiedad en mi trabajo,
pienso en mi mamá y papá
y me gustaría preguntarles algo.
"¿Por qué me sujetaban
cuando tenía miedo de las inyecciones
y me obligaban a hacerlo?".
¿Por qué me contaban esas historias
para hacerme ir al colegio
cuando estaba tan preocupada
en ser humillada de nuevo?
Dijeron, "Se nos rompía el corazón
todas las veces,
pero sabíamos que era algo
que tenías que hacer.
Nos arriesgábamos a que te enfadaras
mientras te acostumbrabas a la situación
con tiempo y más experiencia.
Había que vacunarte.
Tenías que ir al colegio".
Mis padres no lo sabían,
pero me vacunaban
contra algo más que el sarampión.
Me vacunaron contra una vida
llena de desórdenes por ansiedad.
La ansiedad excesiva en un niño
es como una superbacteria,
infecciosa y que se multiplica,
de tal manera, que
muchos jóvenes que he visto
acudían con más de un trastorno
de ansiedad al mismo tiempo.
Por ejemplo, tenían una fobia específica
además de ansiedad por la separación,
ansiedad social, todo junto.
Si no se trata,
la ansiedad durante la niñez puede
llegar a ser depresión en la adolescencia.
Puede también contribuir
al abuso de sustancias y al suicidio.
Mis padres no eran terapeutas.
No sabían nada de psicología.
Solo sabían que esas situaciones
podían ser incómodas para mí,
pero no eran dañinas.
Mi exceso de ansiedad podría
haberme dañado más a largo plazo
si hubiese huido o evitado
esas situaciones
y no me hubiesen dejado aprender
a manejar la ansiedad ocasional.
Así que, en esencia, mis padres estaban
haciendo una versión casera
de terapia de exposición,
que es el componente central y clave
de la terapia conductista cognitiva
para la ansiedad.
Mis compañeros y yo dirigimos
el mayor estudio aleatorio y controlado
del tratamiento de la ansiedad
en niños de 7 a 17 años.
Hemos descubierto que la terapia de
exposición conductista cognitiva,
o medicación con inhibidor selectivo
de recaptación de serotonina,
son efectivos para el 60 %
de los jóvenes tratados.
Y la combinación de ambas consigue que
el 80 % de los niños mejore en tres meses.
Son buenas noticias.
Y si continúan con la medicación
y tratamientos mensuales,
como hemos hecho en el estudio
podían estar bien durante más de un año.
Sin embargo, después de que
el estudio terminara,
hicimos un seguimiento
de los participantes en el estudio,
y vimos que muchos de los niños
recaían con el tiempo.
Y, pese a que las evidencias eran buenas,
vimos que el 40 %
de los chicos con ansiedad,
seguían enfermos a lo largo del tiempo.
Hemos reflexionado mucho
sobre los resultados.
¿Qué no nos dimos cuenta?
Supusimos que como
no nos estábamos concentrando
solo en tratar a los niños,
quizás había algo importante
en torno a los padres
y debíamos incluirlos también
en el tratamiento.
Estudios de mi propio laboratorio
y de otros colegas alrededor del mundo
han mostrado una tendencia constante:
los padres bien intencionados
se ven a menudo arrastrados
hacia el ciclo de ansiedad.
Se rinden y hacen
muchos ajustes para sus hijos,
y les dejan escapar
de situaciones complicadas.
Quiero que piensen en esto:
Tu hijo vuelve a casa llorando.
Tiene cinco o seis años.
"¡No le gusto a nadie en el colegio!
Esos niños son malos.
Nadie quiere jugar conmigo".
¿Cómo se sentirían viendo
a su hijo tan triste?
¿Qué harían?
El instinto paternal natural es
consolar al niño y tranquilizarlo,
protegerlo y arreglar la situación.
Llamar a la profesora que intervenga, o
a padres para organizar salidas de juegos,
eso quizás funcione a los cinco años.
Pero ¿qué harían si sigue volviendo
a casa llorando todos los días?
¿Seguimos interviniendo
cuando tienen 8, 10 o 14 años?
Los niños, mientras crecen,
inevitablemente se enfrentan a situaciones
que son un reto para ellos:
dormir fuera, informes orales,
un examen sorpresa difícil,
intentar entrar en el equipo
o actuar en la obra del colegio,
conflictos con compañeros.
Todas estas situaciones
implican un riesgo:
riesgo a no hacerlo bien,
a no conseguir lo que quieren,
riesgo a, quizás, cometer errores
o sentirse avergonzados.
Los niños con ansiedad,
que no arriesgan ni se comprometen,
no han aprendido a manejar
este tipo de situaciones.
¿Verdad?
Porque el desarrollo de sus habilidades
se consigue con el tiempo,
con una exposición continua
y diaria a esos desafíos:
habilidad para relajarse,
o la habilidad para calmarse así mismos
cuando están enfadados;
habilidad para resolver problemas,
incluso la habilidad para resolver
conflictos con otros;
retraso en el reconocimiento,
o la habilidad para continuar esforzándose
a pesar de que hay que esperar
para ver resultados.
Estas y otras habilidades
se desarrollan en los niños
que se arriesgan y se comprometen.
Y la autoeficacia va tomando forma,
lo que es, simplemente, la fe en uno mismo
lo que hace que sigamos
superando situaciones difíciles.
Los niños con ansiedad,
que escapan y evitan esas situaciones
y consiguen que otros lo solucionen,
se vuelven más y más nerviosos
con el tiempo
y con menos confianza en sí mismos.
Al contrario que sus compañeros
que no sufren ansiedad,
acaban creyendo que son incapaces
de manejar ciertas situaciones.
Piensan que necesitan
que alguien, como sus padres,
hagan las cosas por ellos.
Ahora, cuando el instinto paternal natural
es apoyarles y protegerles
y tranquilizarles,
en 1930, el psiquiatra Alfred Adler
advertía a los padres
de que podían querer a sus hijos
todo lo que quisieran,
pero que no debían hacerlos
niños dependientes.
Aconsejaba a los padres a enseñar
a sus hijos desde el principio
a mantenerse en pie por ellos mismos.
Advertía de que si los niños notaban
que los padres no tenían nada mejor
que hacer que estar pendientes de ellos
tendrían una idea errónea del amor.
Los niños con ansiedad, en estos días,
llaman constantemente a sus padres
enviando señales de peligro
a cualquier hora del día o la noche.
Si los niños con ansiedad no aprenden
los mecanismos adecuados en la infancia,
¿qué ocurrirá cuando crezcan?
Trabajo con padres de niños
con desórdenes de ansiedad.
Estos jóvenes tienen entre 18 y 28 años.
Muchos de ellos aún viven con sus padres,
dependen de sus padres.
Muchos van al colegio
o a institutos de educación superior.
Algunos se han graduado.
Casi ninguno trabaja,
simplemente están en casa haciendo nada.
No tienen relaciones
significativas con otros,
y son muy dependientes de sus padres
que hacen todo tipo de cosas para ellos.
Los padres siguen pidiendo cita por ellos.
Llaman a sus viejos amigos
y suplican que los visiten.
Les lavan la ropa, les preparan la comida.
Y están en verdadero conflicto
con el adulto joven,
porque la ansiedad se ha desarrollado,
pero la juventud, no.
Los padres se sienten muy culpables,
pero también resentidos,
y de nuevo, culpables.
¿Hay buenas noticias?
Si los padres y las figuras importantes
de la vida de un niño
pueden ayudar al niño,
apoyarle a que se enfrente a sus miedos
y enseñarle a solucionar problemas,
así es como los niños desarrollarán
sus capacidades para
controlar la ansiedad.
Enseñamos a los padres
a ser conscientes de la situación
y a pensar sobre la reacción
a la ansiedad de sus hijos.
Les preguntamos:
"Analicen la situación y pregúntense:
¿Cuál es la situación?
¿Cuán amenazante es esto para mi hijo?
¿Qué es lo que quiero
que aprendan de esto?".
Ahora, por supuesto, queremos padres
que escuchen con atención,
si un niño está siendo acosado
o se encuentra en peligro,
queremos que los padres intervengan,
sin dudarlo.
Pero, en las situaciones
típicas de ansiedad,
los padres pueden ser
de más ayuda para sus hijos
si mantienen la calma,
son prácticos y cariñosos,
si le dan importancia
a los sentimientos de sus hijos
y luego los ayudan
y apoyan en planear cómo el niño
gestionará la situación.
Y luego, y esto es importante,
dejar a los niños a manejar
por ellos mismos la situación.
Está claro que es descorazonador
ver sufrir a un niño,
como mis padres me dijeron años después.
Cuando ves a tu hijo sufrir
pero sabes que puedes lanzarte
y salvarlo del sufrimiento,
eso es todo, ¿verdad?
Eso es lo que queremos que hagan.
Pero, tanto si eres joven o viejo,
la ansiedad excesiva nos hace
sobrestimar el riesgo y la angustia
mientras infravaloramos
nuestra capacidad de seguir adelante.
Sabemos que la exposición constante
a lo que nos asusta debilita la ansiedad,
mientras creamos recursos y nos adaptamos.
Mis padres lo consiguieron.
Hoy en día, los jóvenes
con hiperansiedad no son ayudados
por padres sobreprotectores.
La tranquilidad y la confianza
no son solo emociones.
Son habilidades para enfrentar problemas
que padres e hijos puedan aprender.
Gracias.
(Aplausos)