Pues bien, en cierto modo,
creo que hoy tenía que ocurrir,
porque es una gran coincidencia
que un día como hoy, hace dos años,
el 23 de abril de 2014, me dieron de alta
de un hospital de Chicago
después de intentar suicidarme
por decimotercera vez.
Después de tomar una sobredosis
de unos 50 analgésicos muy potentes
y ocho tragos de licor fuerte,
me llevaron al servicio de urgencias
e informaron a mis padres que
quizá no sobreviviría más de 24 horas.
Con todo, cinco días después, me dieron
de alta y quedé casi sin secuelas.
Fue prácticamente un milagro.
Y me presento ante Uds. hoy,
23 de abril de 2016,
exactamente dos años más tarde,
para contarles que esa
nunca fue la solución
y que nunca volvería a hacerlo.
Desafortunadamente, durante un tiempo
había lidiado con esos problemas.
Como dije antes,
esa fue la decimotercera vez.
Y eso es porque, poco después
de cumplir los 15 años,
las cosas salieron mal.
Era la "niña bonita":
una estudiante perfecta,
sobresaliente en todo, muy obediente.
Y luego, de repente, ya no fue así.
Faltaba a clase sin motivo alguno.
Cada día me despertaba
preguntándome por qué existía.
Estaba claro que había
algo que no iba nada bien.
Y después de mi primer
intento de suicidio,
mis padres decidieron buscar
la causa, y así fue.
Después de evaluaciones psicológicas
exhaustivas y pruebas neurológicas,
descubrieron que tengo trastorno bipolar,
conocido también como
trastorno maníaco depresivo.
No entendía qué significaba eso
pero, al parecer, había
una anormalidad en mi circuito cerebral
y mis neurotransmisores
estaban muy mal regulados
en comparación con
los de una persona normal.
Básicamente, perdí la lotería genética.
Pero había una buena noticia.
La buena noticia era que
eso me proporcionó alivio:
no era una mala persona.
Durante mucho tiempo,
creí que los problemas que daba
a mis padres y a los que me rodeaban
eran culpa mía, de verdad que lo creía,
y me alegré saber que no era así.
Me alegré saber que no era
un reflejo de quien era yo,
sino de mi enfermedad,
que no podía controlar.
Pero eso mismo era
también una noticia muy mala,
porque, en verdad, yo tenía
muchos planes para el futuro.
Era una estudiante muy prometedora.
Por eso, cuando me dijeron
que no tenía ningún control sobre
mi estabilidad mental ni mi razonamiento,
fue aterrador.
Y creo que fue en ese momento
cuando me di cuenta de que
tenía que renunciar a todo,
porque a partir de entonces
las cosas no saldrían a mi manera.
Y tuve razón.
A finales de segundo año,
por decirlo así, pues iba,
como máximo, tres días de los cinco,
y en el penúltimo año del secundario,
fui un mes o dos antes
de abandonarlo completamente,
empecé a asistir de día a un programa
de hospitalización parcial,
y de noche hacía sola los trabajos
de las clases de Ubicación Avanzada.
Porque, al parecer, la vida no se paraliza
solo por padecer una enfermedad
mental incapacitante.
Así que, tras eso, me di cuenta
de que era horrible.
Realmente espantoso.
Pero no era horrible
por la enfermedad misma,
sino por la naturaleza de la enfermedad.
Porque era un problema
sin solución aparente.
Si me quiebro la pierna,
veo lo que ha pasado.
Le pongo una escayola
entre seis y ocho semanas,
y estoy lista.
Pero los trastornos mentales
no funcionan de la misma manera.
Desafortunadamente, uno no ve nada;
no tiene ni idea de qué pasa.
Lo único que se ve es
una serie de extraños síntomas
que pueden tener un sinnúmero de causas.
Y de algún modo nos fuerza a
aprender a tratar a alguien que dice
"Creo que tengo visiones"
y "Me quiero morir" cada día.
Es un poco más difícil tratar eso
que "Me duele el estómago".
Así que a partir de entonces
la vida se transforma en eso.
Y esa incapacidad para verlo
nos fuerza a improvisar sobre la marcha.
Normalmente esto significa
probar distintos medicamentos,
probar uno y luego otro.
Lo que haga falta para
encontrar el adecuado.
Con suerte, se tarda
solo un par de semanas.
Para la mayoría, tarda un par de meses.
Y en mi caso, entre un año
y un año y medio.
Y finalmente,
el programa de hospitalización parcial
se hizo algo habitual.
Lo hacía de día, de noche
la escuela, y me iba a dormir.
Lava, enjuaga, repite.
A partir de entonces mi rutina era así.
Y odiaba esta rutina.
Recuerdo claramente
lo mucho que me quejaba
al tener que despertarme temprano
por la mañana para ir a la escuela.
Pero entonces habría dado
cualquier cosa por eso.
Habría dado cualquier cosa
por hablar con mis amigos
al lado de los casilleros de la escuela.
Habría dado cualquier cosa por comer
almuerzos asquerosos en el comedor,
porque así de mal lo estaba pasando.
Para entonces, todo eso no era más
que un recuerdo lejano.
Y ya no quería estar allí.
Ya llevaba tanto tiempo
viviendo así, más de un año,
y no podía seguir así para siempre.
Me negué a aceptarlo.
Y sabía lo que debía hacer.
Yo sabía que estaba ahí
por una sola razón.
La razón por la que seguía yendo
de un centro de tratamiento a otro
era porque, al parecer, no podía
abandonar mis intentos de suicidio.
Debía haber una razón,
y finalmente la encontré.
Estaba bien por un tiempo;
las cosas estaban bien.
Y de repente,
ya no estaba bien, y las cosas
empezaban a ir cuesta abajo.
Y era por eso:
cada centro de tratamiento al que iba,
cada manera en que me trataban,
cada motivación que nos daban,
cosas tales como:
"Piensa en lo destrozados
que están tus padres;
nunca volverán a ser los mismos",
"Piensa en cuánta gente será
verá afectada por perderte",
"¿Cómo se sentirían tus hermanos?",
todas eran muy buenas motivaciones
porque ¿quién quiere hacer daño
a sus seres queridos?
Pero me di cuenta
de que eso ya lo sabemos.
Sabemos que queremos
a nuestros seres queridos
y es por eso que reciben
una nota muy sincera y cariñosa
antes de que nos vayamos.
Entonces me pregunté:
¿y si mis padres ya no están?
Están trabajando;
no contestan a mi llamada.
Mi hermano está en clase;
no contesta al teléfono,
y no tengo con quién hablar.
Y una botella de Advil se puede comprar
fácilmente en una tienda del lugar.
Todas esas motivaciones externas
ya han desaparecido
y estoy jodida
porque no tenía ninguna razón
para quedarme por mí misma.
Así que tenía que encontrar, de
algún modo, la voluntad de quedarme
aunque estaba desesperada por irme.
¿Cómo demonios podría hacer eso?
No tenía ni idea.
Me parecía imposible,
y por un tiempo sí lo fue.
Tardé un año, dos años,
para encontrar la razón
y finalmente me rendí.
Luego, un fatídico día
de la primavera pasada,
la solución simplemente me cayó del cielo.
Llevaba a mi amiga al hospital
a que le sacaran las muelas de juicio,
y tuve que esperar para llevarla
a casa después de la operación.
Estaba hojeando una revista
sobre salud mental,
y me encontré con un artículo
con una estadística muy interesante.
Por lo visto, de todas las personas
que intentan suicidarse,
19 de cada 20 fracasan,
es decir, 95 % fracasa.
Y eso, sin duda, explicó mi mala suerte.
Pero la tasa de suicidios que vi después,
la estadística que me encontré allí mismo,
me cambió la vida para siempre.
Por lo visto, de todos
que no logran suicidarse,
96 % queda con graves secuelas.
Permítanme explicarles de qué hablo.
Me refiero a la gente que ahora
está paralizada del cuello para abajo
por un intento de ahorcarse
que no salió según lo previsto,
gente con rostro desfigurado
y daño cerebral permanente
porque se pegó un tiro
en la parte equivocada,
gente que necesita
diálisis renal y hepática
cada semana, o incluso cada día,
solo porque no llegó a tiempo al hospital
después de tomar una sobredosis
para que se le hiciera
un lavado de estómago.
Si multiplicamos 0,95 por 0,96
el resultado es 0,91.
Por tanto, el 91 % de
los sobrevivientes de suicidio
ahora viven el tipo de vida
que acabo de describir.
El 91 % de esas personas viven
una vida radicalmente distinta y horrible
solo porque no veían ninguna salida.
Y fue entonces cuando
me di cuenta de algo.
Pese a que aborrezco despertarme ahora,
lo hago maquinalmente, nada más,
y me quedo aquí porque
no quiero decepcionar a mis padres,
quienes han sacrificado tanto por mí.
Pero, si esa fuera la alternativa,
¿de verdad me gustaría más la vida?
Pensar que, si hubiera tenido la "suerte"
de formar parte de la mayoría,
aunque sea una sola vez de las 13,
la vida tal como la conozco
dejaría de existir.
Cuando la mayoría de la gente
piensa en el suicidio,
cree que no tiene nada que perder:
o muere o sobrevive,
muere o fracasa.
Pero ahora que sabes que
o mueres o fracasas de verdad,
pues bien, eso lo cambia todo.
A partir de entonces, nunca pensé
en el suicidio de la misma manera.
Nunca volví a intentarlo,
nunca se me ocurrió.
Porque sé que fui inconsciente,
sé que tomé medidas extremas
para terminar con mi vida,
y que cada intento fue
más extremo que el anterior.
Así que el hecho de que
no haber tenido secuelas físicas,
y por tanto, al menos,
podía realizar mis rezos,
era algo con lo que me conformaría.
El suicidio era como una red de seguridad;
era mi protección.
Les daré un ejemplo:
si eres equilibrista sobre una cuerda,
antes del comienzo del espectáculo
entrenas, y hay una red debajo de ti.
Puede que te caigas
una o dos veces, porque es posible.
Pero una vez que comience
el espectáculo y se haya quitado la red,
no vas a caerte,
porque no tienes dónde caerte
y estás jodido si lo haces.
Y así es cómo funciona la vida.
El suicidio era mi red de seguridad
porque dejaba mi felicidad
y mi calidad de vida
totalmente en manos del destino.
Así que me figuré que
si me jodiera el destino,
no era mi culpa,
podía marcharme porque yo no era
responsable de lo que me pasaba.
Claro que no era culpa mía;
podía marcharme tranquilamente.
Salvo que ya no lo podía hacer.
Estaba atrapada allí.
Tuve que cambiar
mi perspectiva de la vida,
y tuve que hacerlo enseguida.
Cambió de "Espero que las cosas
mejoren" a "Las cosas mejorarán".
Cambió de "Espero ser feliz"
a "Seré feliz para siempre".
Me di cuenta de que
si tuviera que quedarme aquí,
no me conformaría
con nada que no sea la felicidad.
Y si lo quisiera, tendría
que conseguirla yo misma.
Tenía que tomar las riendas de mi vida.
Y finalmente, después de siete años,
Shraddha mandaba de nuevo.
Después de eso, me di cuenta
de que si me quedaba atrapada allí,
no quería simplemente existir, sino vivir.
Y la única manera de tener
una vida plena, desde mi punto de vista,
fue encontrar una pasión.
Y no me llevó mucho tiempo encontrarla.
Tuve problemas con mi salud mental
durante mucho tiempo.
Y durante ese tiempo,
descubrí que se la estigmatiza mucho
y que había muchos conceptos
erróneos sobre ella.
Me parecía que nadie,
aparte de los que sufrían
una enfermedad mental,
entendía de qué se trataba.
Lo entiendo, de verdad lo comprendo.
Porque a la gente le gusta
las cosas tangibles,
y los trastornos mentales
no son nada tangibles.
Las enfermedades mentales no son visibles,
y no se pueden tocar ni ver,
por lo tanto no se las entiende.
Tomemos el ejemplo de la pierna quebrada.
Supongamos que alguien
se quiebra la pierna.
Quizá nunca en la vida
se han quebrado un miembro,
pero todos han sentido al menos
un dolor leve en algún momento de su vida.
Digamos que se han golpeado
el dedo del pie.
Saben muy bien lo mucho que duele.
Imaginen esa sensación, auméntenla un poco
y entenderán lo que se siente
al fracturarse un hueso,
que, además, lo ven.
Es fácil comprenderlo.
La enfermedad mental no es igual.
La estabilidad mental de alguien podría
estar empeorando de manera exponencial,
y nunca lo notarán,
porque el caparazón de fuera
parece estar igual.
Y ese es el problema.
Así pues, sí lo comprendo.
Pero es triste, porque millones
de personas se sienten así también,
y parece que nadie
hace nada para evitarlo.
Así que era mi cometido
cambiar las opiniones sobre eso.
Y lo empecé a hacer.
Me di cuenta de que,
al no hablar de mi situación,
lo que odiaba tanto, el estigma,
lo aumentaba, avergonzándome
de contar mi historia,
sintiéndome tan avergonzada
de decir a mis compañeros de escuela
que tenía este problema.
La única manera de superarlo
era hablando abiertamente mí misma.
Así que eso es lo que hago.
Cuando di la noticia
a mis amigos y mi familia
de que iba a dar una charla TED,
me dijeron: "¡Enhorabuena!"
y "¡Qué valiente!".
Y no lo comprendía realmente,
porque yo no lo entendía así.
No estoy aquí para ser valiente,
sino porque esta charla debe darse.
Porque si no se da,
la gente nunca se dará cuenta de que
el estigma que pesa sobre la salud mental
indirectamente obliga
a los enfermos a morirse
en lugar de buscar tratamiento.
Permítanme explicar lo que quiero decir.
Una persona puede sufrir
de una depresión mayor;
puede estar a punto
de intentar suicidarse.
Pero si se atreve a pedir ayuda,
se la tacha de loca,
de persona que llama la atención.
Y la gente lo sabe; sí lo sabe.
Por lo tanto, piensa:
"Puede ser mejor quedarme
callado que hablar".
Pero por algún motivo,
cuando alguien sobrevive al cáncer,
su publicación de Facebook
consigue unos 100 "me gusta",
es posible que sus amigos creen
una página de Facebook para apoyarla,
y la enfermedad se toma en serio,
hasta tal punto que hay
una fundación particular
que se especializa en llevar a los niños
con cáncer a Disneylandia.
Y si mueren, se los considera
como guerreros,
como personas valiosas,
que lucharon hasta el final.
Y no estoy diciendo que no lo son.
Pero, por algún motivo,
cuando alguien se suicida,
porque ya no soporta los brotes psicóticos
y no puede con el cambio
constante de medicación,
lo que desencadena un ciclo diario
de paranoia, sofocos y náuseas,
y sencillamente ya no lo soporta,
se lo considera egoísta y débil.
Y es realmente pasmoso y triste
que dos enfermedades que
pueden ser igual de dolorosas,
igual de mortales,
y que tienen las mismas consecuencias
se vean de forma tan distinta.
Por eso estoy aquí, porque estoy enfadada.
Estoy enfadada porque si hubiera
creído que era posible pedir ayuda
cuando la necesité,
si hubiera creído que estaba
bien decírselo a otra gente
sencillamente para recibir
el apoyo que necesitaba,
podría haberme ahorrado
tres o quizás cuatro años
del sufrimiento por el que pasé.
Pero como sabía lo que pasaría,
sufrí en silencio.
Y me niego a que otros pasen por lo mismo.
Tengo plena conciencia de que habrá
distintas reacciones a lo que digo.
Habrá personas a las que
les sorprenderá escuchar
a alguien que habla de un tema tan tabú,
porque no se habla de esto.
Habrá personas que estarán felices
ya que ahora ellas también pueden hablar
abiertamente sobre su enfermedad mental.
Desafortunadamente, habrá también personas
que creen que estoy en este escenario
para llamar la atención.
Pensé en todo,
y dos segundos después,
decidí que no debería pensar en eso.
No estoy aquí para obtener aprobación;
me da igual.
Estoy aquí para transmitir un mensaje:
se debe hablar de este tema
porque no se trata lo suficiente,
y ese es el problema.
Así que, sean quienes sean,
prometo que hay esperanza para Uds.
Hay esperanza, y pueden hacerlo;
no tienen que sufrir para siempre.
Sin importar cuánto tiempo hace
que no son felices, están aquí ahora,
lo que significa que pueden
quedarse un día más, y otro más,
tanto tiempo como necesiten
para superarse a Uds. mismos.
Grandes cosas les esperan
porque harán que grandes cosas sucedan.
Lo que deben entender es que,
al haber pasado lo que han pasado,
han adquirido habilidades
y capacidades que otros no tienen.
Saquen buen partido de ellas,
y muestren al mundo qué les pasa.
Si hay una lección que quiero
que aprendan de esta charla,
es la siguiente:
en cualquier situación, nunca crean
que las cosas no pueden emperorar.
Créanme,
las cosas pueden empeorar.
Las cosas pueden empeorar mucho.
Pero por otro lado,
también pueden mejorar mucho.
Gracias.
(Aplausos)