Seguramente ya han oído
que, históricamente, la desigualdad
económica es muy marcada,
que un décimo del 1 % en EE. UU.
tiene una fortuna equivalente
al 90 % que está por debajo,
o que las ocho personas
más acaudaladas del mundo
poseen la misma riqueza
que los 3500 millones de personas
más pobres del planeta juntas.
Pero ¿sabían que la desigualdad económica
está ligada a una menor esperanza de vida,
a menos felicidad,
a más delitos
y a más consumo de drogas?
Parecen problemas asociados a la pobreza,
pero en las naciones ricas desarrolladas
esos problemas sociales y de salud
están más íntimamente ligados
a las desigualdades entre salarios
que a los salarios absolutos.
Por ese motivo,
EE. UU., el país más rico
y más desigual de todos,
es al que peor le va en comparación
con otros países desarrollados.
Según las encuestas, la gran mayoría
de los estadounidenses,
tanto demócratas como republicanos,
cree que la desigualdad
es demasiado grande
y que los salarios deben ser igualitarios.
Pero, como sociedad, no estaríamos
encontrando puntos en común,
el consenso o la voluntad política
para solucionar el problema.
Porque el aumento de la desigualdad
registrado en las últimas décadas
ha ido de la mano
de la polarización política.
Pensamos que quienes discrepan
con nosotros son tontos o inmorales.
Ahora, casi la mitad
de los demócratas y republicanos
cree que sus rivales
no solo están equivocados
sino que son una amenaza para el país.
Y esa animosidad, precisamente,
nos impide encontrar puntos en común
para cambiar las cosas.
Soy profesor en psicología social
en la Universidad de Carolina del Norte,
y estudio el impacto de la inequidad
en el pensamiento
y la conducta de la gente.
Quiero decir que no es
una mera y desafortunada coincidencia
que la desigualdad y la división política
hayan surgido de manera simultánea.
Hay razones psicológicas de peso
que conducen a crear
divisiones en el ámbito politico.
Esto significa que hay
buenas vías psicológicas
para mejorar ambas a la vez.
Para comprender por qué
la desigualdad es tan poderosa,
primero debemos entender que
nos comparamos siempre con los demás.
Y cuando lo hacemos,
nos gusta quedar por encima
pero nos duele estar por debajo.
Los psicólogos lo llaman
"el efecto mejor que el promedio".
La mayoría se considera
mejor que el promedio
en cualquier cosa que hagan,
lo cual es imposible en sentido estricto,
pues eso significa ser "promedio".
(Risas)
Pero así piensa la gente.
Muchos se creen más listos
que la gente común,
más trabajadores
y con más habilidades sociales.
También creen que
conducen mejor que la media.
(Risas)
Esto ocurre aun si el estudio
se hace en una muestra
de personas hospitalizadas
por un accidente de auto
causado por ellas mismas.
(Risas)
En definitiva, nos gusta
creernos mejor que el resto,
y comprobar que no lo somos
se transforma en una experiencia
dolorosa que debemos afrontar.
Y la afrontamos cambiando
nuestra visión del mundo.
Para entender cómo funciona, hice
un experimento junto a mis colaboradores.
Los participantes debían hacer una prueba
de toma de decisiones a cambio de dinero,
pero, en realidad, todos ganaban
la misma cantidad.
Los dividimos en dos grupos al azar.
A un grupo le dijimos que
lo había hecho mejor que la media
y al otro que lo había hecho peor.
En ese punto, teníamos un grupo
que se sentía más rico y otro más pobre,
pero sin razón objetiva.
Luego, les hicimos unas preguntas.
Cuando les preguntamos cuán buenos
eran para tomar decisiones,
el grupo favorecido
se consideraba más competente
que el grupo que estaba
por debajo de la media.
Los que se consideraban mejores
calificaban su éxito como
el justo resultado de la meritocracia.
El grupo desfavorecido
creía que el sistema estaba manipulado,
y en este caso era verdad, claro está.
(Risas)
Si bien ambos grupos contaban
con igual cantidad de dinero,
el grupo que se creía más rico
dijo que deberían reducirse
los impuestos a los que más tienen
y recortar los beneficios a los pobres,
quienes debían trabajar más
y hacerse responsables de sus cosas.
Estas son actitudes que, en general, damos
por sentado en valores muy arraigados
y en nuestras experiencias de vida.
Pero un ejercicio de tan solo 10 minutos,
en el que un grupo
se sentía rico y otro pobre,
bastó para cambiar esos puntos de vista.
Esta diferencia entre ser rico o pobre
y sentirse rico o pobre es importante,
porque no siempre van de la mano,
Hay gente que, con nostalgia, dice:
"Somos pobres, pero no lo sabíamos".
Eso pensaba yo de niño,
hasta que un día, cuando hacía la fila
para almorzar en cuarto grado,
una cajera nueva, que no conocía bien
la mecánica de su tarea,
me pidió 1,25 dólares.
Me desconcertó, pues nunca
me habían cobrado por el almuerzo.
No supe qué decir,
porque no tenía el dinero.
De pronto, por primera vez,
caí en la cuenta de que nosotros,
los niños que no pagábamos,
éramos los pobres.
Ese momento tan incómodo
en la fila del almuerzo escolar
supuso un gran cambio en mí,
porque, por primera vez, me sentí pobre.
No es que tuviéramos
menos dinero que el día anterior
sino que, por primera vez,
empecé a ver las cosas de otra forma,
y ese hecho cambió mi visión del mundo.
Comencé a notar que los niños
que pagaban su almuerzo
se vestían mejor que los que no pagaban.
Empecé a reparar en los grandes
bloques de queso amarillo
que el gobierno nos entregaba
y los cupones de comida que mi madre
retiraba en la tienda de alimentos.
Siempre fui un niño tímido,
y nunca hablaba de eso en la escuela.
¿Quién era yo para hacerme oír?
Durante décadas, los sociólogos
buscaron evidencia
de que la sensación de carencia
con respecto a los demás
motivaba la acción política.
Decían que activaba la manifestación
de protestas, de huelgas,
e incluso de revoluciones.
Pero lo que confirmaron, una y otra vez,
es que paralizaba a la gente,
porque, en realidad, sentirse menos
que los demás provoca vergüenza.
Hace que la gente se aparte,
indignada con el sistema.
Al contrario, sentirse más que los demás,
eso sí que es un estímulo.
Nos motiva a mantener esa posición
y esto tiene grandes consecuencias
para la política.
Para entenderlo mejor,
veamos otro experimento.
De nuevo, los participantes debían
tomar decisiones a cambio de dinero.
Le dijimos a un grupo
que le había ido mejor que la media,
y al otro grupo que le había ido peor.
Otra vez, el grupo favorecido dijo que
fue por obra de una justa meritocracia,
que se debía reducir
el impuesto a los ricos
y recortar los beneficios a los pobres.
Pero esta vez también les preguntamos
qué pensaban de otros participantes
que discrepaban con ellos en esos temas.
¿Eran listos o incompetentes?
¿Eran sensatos o tendenciosos?
El grupo que se sentía superior
dijo que todo aquel que discrepaba
seguramente era incompetente, tendencioso
y que sus propios intereses lo cegaban.
El grupo que se sentía inferior
no veía a sus rivales en esos términos.
Numerosos estudios en psicología
prueban que cuando
los demás nos dan la razón,
creemos que son muy listos.
Pero cuando no lo hacen,
los consideramos tontos.
(Risas)
Y esto es nuevo, porque descubrimos
que ocurría solamente
en el grupo que se creía superior,
pues se arrogaba el derecho de
desestimar a quienes no le daban la razón.
Pensemos ahora qué impacto
tiene esto en la política,
ante una brecha que divide
cada vez más a los ricos de los pobres.
Efectivamente, muchos creen
que quienes piensan distinto son tontos,
pero quienes se comprometen en política
y se pelean a viva voz en temas políticos
en realidad son, generalmente,
de clase acomodada.
De hecho, con la creciente inequidad
registrada en las últimas décadas,
las clases pobres han perdido el interés
y la participación en la política.
De nuevo, vemos que quienes
se sienten dejados de lado
no son los que toman
las calles para protestar
u organizar campañas
para inscribir votantes.
A veces, ni siquiera votan.
Por el contrario, se apartan
y no participan.
En definitiva, si queremos hacer algo
contra la desigualdad extrema,
debemos cambiar nuestra política.
Y si queremos cambiar nuestra política,
tenemos que hacer algo
para solucionar la desigualdad.
¿Qué debemos hacer, entonces?
Lo maravilloso de las espirales
es que pueden ser interrumpidas
en cualquier punto de su ciclo.
La mejor opción empieza
con quienes más se han beneficiado
de la creciente desigualdad,
a quienes les ha ido mejor que al resto.
Si uno ha tenido éxito,
es natural atribuirlo al propio esfuerzo.
Pero como demuestran los estudios,
todos tienen esa actitud,
independientemente de
si fue fruto del esfuerzo en verdad.
Todas las personas exitosas que conozco
reconocen momentos de esfuerzo personal
y de empeño para tener éxito.
También reconocen momentos
de suerte o de ayuda externa.
Pero esta parte es más difícil.
Los psicólogos Shai Davidai
y Tom Gilovich
la denominaron "asimetría
del viento a favor y en contra".
Cuando tenemos el viento en contra,
lo único que vemos son esos obstáculos.
Es lo que vemos y recordamos.
Pero cuando el viento está a favor
y todo nos sale bien,
lo único que vemos es a nosotros mismos
y nuestros propios e increíbles talentos.
Es entonces cuando debemos
detenernos a reflexionar
para reconocer ese viento a favor
que sopla en nuestro beneficio.
Es tan fácil ver qué problema
tiene la gente que discrepa con uno.
Algunos me habrán tildado de tonto
en los dos primeros minutos,
porque dije que la desigualdad
era perjudicial.
(Risas)
La parte difícil es reconocer que,
si uno estuviera en otra posición,
vería las cosas de otra manera,
igual que los individuos
de nuestro experimento.
Así que si en la vida están en el grupo
que es mejor que el resto,
y si están viendo una charla TED,
seguramente lo están...
(Risas)
los dejo con este desafío:
la próxima vez que vayan a tildar
de tonto a quien no les dé la razón,
piensen en los vientos a favor
que los ayudaron a estar donde están.
¿Qué golpes de suerte tuvieron
para que las cosas fueran diferentes?
¿Qué ayuda recibieron?
Reconocer esos vientos a favor
nos da la humildad necesaria
para entender que discrepar con nosotros
no convierte a nadie en tonto.
El verdadero esfuerzo está
en encontrar puntos en común,
porque son los ricos
los que tienen el poder
y la responsabilidad de cambiar las cosas.
Gracias.
(Aplausos)