"Incluso en términos
meramente no religiosos,
la homosexualidad representa
un mal uso de la facultad sexual.
Es un sustituto patético, mediocre
y menor de la realidad...
un abandono lamentable de la vida.
Como tal, no merece compasión,
no merece tratamiento por ser
un martirio minoritario,
y no merece ser considerada más que
como una enfermedad perniciosa".
Esto es de la revista Time,
de 1966, cuando yo tenía 3 años.
Y, el año pasado, el presidente
de Estados Unidos
defendió el matrimonio igualitario.
(Aplausos)
Me pregunto, ¿cómo llegamos de eso a esto?
¿Cómo pasó de enfermedad a identidad?
Cuando tenía quizá seis años,
fuimos a una zapatería
con mi madre y mi hermano.
Y, luego de la compra,
el vendedor nos dijo que podíamos
llevar un globo a casa.
Mi hermano quería el globo
rojo, y yo el rosa.
Mi madre dijo que pensaba
que mejor yo llevaría el azul.
Pero le dije que definitivamente
quería el rosa.
Y ella me recordó que mi color
favorito era el azul.
El hecho es que hoy mi color favorito
es el azul, pero sigo siendo gay.
(Risa)
Da evidencia tanto de la influencia
de mi madre como de sus límites.
(Risas)
(Aplausos)
De niño, mi madre solía decir:
"El amor que se siente por los hijos
no tiene parangón en el mundo.
Y no lo sabrás hasta que no tengas hijos".
De niño tomaba eso como
el mayor cumplido del mundo
que dijera eso de la relación
con mi hermano y conmigo.
Ya de adolescente pensaba
que, siendo gay, quizá
no tuviese una familia.
Y cuando lo decía, me inquietaba.
Y cuando declaré mi homosexualidad,
ella seguía diciéndolo,
y eso me enfurecía.
Le dije: "Soy gay. No es ese
el camino que sigo.
Quiero que dejes de decir eso".
Hace unos 20 años, los editores
de la revista de The New York Times
me pidieron escribir un artículo
sobre la cultura de la sordera.
Me sorprendió bastante.
Yo pensaba la sordera
como una enfermedad total.
Esa pobre gente que no podía oír.
Les faltaba la audición,
¿qué podía hacerse por ellos?
Y entonces me sumergí
en el mundo de la sordera.
Fui a clubes para sordos.
Fui a representaciones
teatrales y poesía para sordos.
Incluso fui al concurso Sta. Sorda
de EE. UU., en Nashville, Tennessee,
donde la gente se quejaba
de esas sucias señas sureñas.
(Risas)
Y conforme me zambullía
en lo profundo de la sordera,
más me convencía de que
la sordera era una cultura
y que las personas sordas que decían:
"No nos falta la audición,
pertenecemos a una cultura",
estaban diciendo algo viable.
No era mi cultura,
en lo particular no quería
salir corriendo para sumarme a eso
pero me gustaba que era una cultura
y que para las personas
que pertenecían a ella,
era tan importante como la cultura
latina, la gay o la judía.
Quizá era tan válida incluso
como la estadounidense.
Luego la amiga de un amigo mío
tuvo una hija enana.
Y cuando nació su hija
de repente ella empezó
a preguntarse cosas
que ahora cobraban
importancia para mí.
Ella se preguntaba
qué hacer con esta niña.
¿Debería decirle "Eres como todos,
pero un poco más corta"?
¿O debería tratar de construir
una especie de identidad enana,
involucrarse en Gente Pequeña de EE.UU.,
y tomar conciencia de lo que
ocurría con los enanos?
Y, de repente, pensé que
la mayoría de los niños sordos
nacen de padres oyentes.
Esos padres oyentes tratan de curarlos.
Esas personas sordas descubren
su comunidad en la adolescencia.
La mayoría de los homosexuales
son hijos de padres heterosexuales.
Esos padres heterosexuales
a menudo quieren que vivan
en lo que se considera
como mundo convencional,
y esos homosexuales tienen que
descubrir su identidad más adelante.
Y aquí estaba mi amiga
enfrentando estas cuestiones
de identidad con su hija enana.
Y pensé, ahí está otra vez:
una familia que se percibe
a sí misma como normal,
con una niña que parece
estar fuera de lo normal.
Y se me ocurrió la idea de que en realidad
hay dos tipos de identidad.
Hay identidades verticales,
que se transmiten por generaciones,
de padres a hijos.
Cosas como la etnia, con frecuencia la nacionalidad,
el idioma, a menudo la religión.
Son cosas que uno tiene en común
con sus padres y con sus hijos.
Y si bien algunas pueden ser difíciles,
no se hacen intentos por curarlas.
Podrán decir que en Estados Unidos es difícil
--a pesar de nuestro actual presidente--
si uno tiene origen africano.
Y todavía nadie trata de asegurar
que la próxima generación
de niños afro-asiáticos de EE.UU.
sean rubios y de piel clara.
Están esas otras identidades que
uno tiene que aprender de sus pares.
Yo las llamo identidades horizontales,
porque los grupos de pares
son una experiencia horizontal.
Son identidades ajenas
a las de los padres
y que uno tiene que descubrir
cuando las ve en los pares.
Y a esas identidades,
a esas identidades horizontales,
las personas casi siempre
tratan de curarlas.
Y yo quería analizar
el proceso mediante
el cual las personas
llegan a buenos términos
con dichas identidades.
Y me parecía que había
tres niveles de aceptación
que tenían que ocurrir:
la autoaceptación, la aceptación familiar
y la aceptación social.
Y no siempre coinciden.
Y muchas veces las personas
que pasan por esto se enojan mucho
porque sienten que sus padres no los aman,
cuando lo que ocurre en realidad
es que sus padres no los aceptan.
El amor, idealmente, es algo incondicional
en la relación entre padres e hijos.
Pero la aceptación es algo que lleva tiempo.
Siempre lleva tiempo.
Uno de los enanos que conocí
era un tipo llamado Clinton Brown.
Cuando nació, le diagnosticaron
enanismo diastrófico,
una enfermedad muy incapacitante,
y a sus padres les dijeron
que él nunca caminaría,
que no tendría la capacidad intelectual,
y que probablemente ni siquiera los reconocería.
Y les sugirieron que lo dejaran en un hospital
para que pudiera morir allí en paz.
Y su madre se negó a hacerlo.
Y llevó a su hijo a casa.
Y si bien no contaba con mucha
educación ni recursos económicos
encontró los mejores médicos del país
para tratar el enanismo diastrófico,
y llevó a Clinton a las consultas.
En el transcurso de su infancia,
tuvo 30 intervenciones quirúrgicas mayores.
Pasó todo ese tiempo confinado a un hospital
mientras recibía esas intervenciones,
producto de las cuales hoy puede caminar.
Y mientras estaba allí, le mandaron tutores
para ayudarle a hacer la tarea escolar.
Y se esforzó mucho porque
no había otra cosa que hacer.
Y terminó alcanzando notas excelentes
algo nunca visto en otro miembro de su familia.
Fue el primero en su familia,
de hecho, en ir a la universidad,
donde vivió en el campus y condujo
un auto especialmente equipado
para acomodar su cuerpo inusual.
Y su madre me contó
que un día llegó...
él fue a las inmediaciones
de la universidad
y ella dijo: "vi ese auto,
que siempre puede reconocerse,
en el estacionamiento
de un bar", dijo. (Risas)
"Pensé, ellos miden 1,80 m y él mide la mitad.
Dos cervezas para ellos son cuatro para él".
Dijo: "Sabía que no podía
entrar allí e interrumpirlo,
pero volví a casa y le dejé
ocho mensajes en el móvil".
Dijo: "Y luego pensé que
si alguien me hubiera dicho cuando nació
que mi preocupación futura sería que bebería
y conduciría con sus amigos universitarios..."
(Aplausos)
Y le dije: "¿Qué crees que hiciste
para ayudarle a sacar esa persona
encantadora, consumada, maravillosa?"
Y me dijo: "¿Qué hice?
Lo amé, eso es todo.
Clinton siempre tuvo
esa luz dentro de sí.
Su padre y yo fuimos afortunados
en ser los primeros en descubrirlo".
Voy a citar otra revista de los años 60.
Esta es de 1968. The Atlantic Monthly,
voz del progresismo estadounidense.
Escrito por un importante bioético.
Dijo: "No hay razón
para sentirse culpable
por dejar de lado a un niño
con síndrome de Down;
ya sea dejarlo de lado en el sentido
de ocultarlo en un sanatorio
o en un sentido más
letalmente responsable.
Es triste, sí... atroz.
Pero no conlleva culpabilidad.
El verdadero sentimiento de culpa surge solo
de un delito contra una persona,
y alguien con Down no es una persona".
Se han destinado ríos de tinta
a describir el avance enorme conseguido
en el trato a los homosexuales.
Ese cambio de actitud está
presente en los titulares a diario.
Pero olvidamos cómo solíamos ver
a otras personas diferentes,
cómo solíamos ver a los discapacitados,
lo inhumanos que éramos.
Y al cambio ocurrido allí,
casi tan igualmente radical,
no le prestamos demasiada atención.
Una de las familias a las que
entrevisté, Tom y Karen Robards,
fueron tomados por sorpresa cuando,
como jóvenes y exitosos neoyorquinos,
su primer hijo fue diagnosticado
con síndrome de Down.
Pensaron que las oportunidades educativas
para él no eran lo que deberían ser,
y decidieron construir un pequeño centro
--dos aulas que pusieron
con algunos otros padres--
para educar niños con Down.
Y, con los años, ese centro
se convirtió en el Centro Cooke,
donde ahora se enseña a miles y miles
de niños con discapacidades intelectuales.
En el tiempo transcurrido desde
el artículo del Atlantic Monthly,
la expectativa de vida de las personas
con Down se ha triplicado.
La experiencia de las personas
con Down abarca actores
escritores, capaces de vivir
la vida adulta de manera independiente.
Los Robards tuvieron mucho que ver con eso.
Les dije: "¿Se lamentan?
¿Desearían que su hijo
no tuviese síndrome de Down?
¿Desearían nunca haber oído hablar de eso?"
Y curiosamente su padre dijo:
"Bueno, por David,
nuestro hijo, lo lamento,
porque para David, es una manera difícil
de estar en el mundo,
y me gustaría darle a David
una vida más fácil.
Pero creo que si perdiéramos a todos los que tienen Down,
sería una pérdida catastrófica".
Y Karen Robards me dijo: "Opino como Tom.
Curaría a David en un instante
para darle una vida más fácil.
Pero en cuanto a mí, bueno, nunca hubiera
creído hace 23 años cuando nació
que podía llegar a tal punto;
en cuanto a mí, esto me ha hecho
mucho mejor y mucho más amable
le ha dado semejante propósito
a toda mi vida,
que, en lo que a mí respecta,
no me rendiría por nada en el mundo".
Vivimos en un momento en el que la aceptación social
de estos y muchos otros trastornos
está en aumento.
Y a la vez vivimos en un momento
en el que la capacidad
de eliminar estos trastornos
ha alcanzado un clímax
nunca antes imaginado.
La mayoría de los niños sordos
de Estados Unidos ahora
recibirán implantes cocleares,
colocados en el cerebro
y conectados a un receptor,
que les permitirá contar con un equivalente
a la audición y desarrollar el habla.
Un compuesto probado en ratones, el BMN-111,
es útil en la prevención de la acción
del gen de la acondroplasia.
La acondroplasia es la forma
más común de enanismo,
y los ratones que han recibido esa sustancia
y que tienen el gen de la acondroplasia,
crecen al máximo.
La prueba en humanos está
a la vuelta de la esquina.
Los exámenes sanguíneos
están progresando
y permitirían identificar síndrome de Down en forma clara
y más temprano en el embarazo que nunca antes
facilitando cada vez más
eliminar esos embarazos,
o ponerles fin.
De modo que hay tanto
progreso social como médico.
Y yo creo en ambos.
Creo que el progreso social
es fantástico, importante y maravilloso,
y pienso lo mismo del progreso médico.
Pero pienso que es una tragedia
cuando uno no ve al otro.
Y cuando veo el modo
en que se intersectan
en enfermedades como las tres
que acabo de describir,
a veces pienso que es como
esos momentos en la gran ópera
en los que el héroe se da cuenta
de que ama a la heroína
en el preciso instante en el que
ella cae muerta en un diván.
(Risas)
Tenemos que pensar en qué
sentimos respecto de la cura.
A menudo la paternidad consiste en elegir
qué aceptar en nuestros hijos
y qué curar.
Jim Sinclair, un destacado
activista del autismo, dijo:
"Cuando los padres dicen 'Me gustaría
que mi hijo no tuviese autismo',
en realidad están diciendo: 'Me gustaría que
el niño que tuve no existiera
y tener otro distinto,
que no tuviera autismo'.
Lean de nuevo. Esto es lo que oímos
cuando lamentamos nuestra existencia.
Esto es lo que oímos cuando
Uds. rezan por una cura
y su mayor deseo para nosotros
es que un día dejemos de existir
para que extraños que Uds. puedan amar,
ocupen nuestro lugar".
Es un punto de vista muy extremo,
pero resalta la realidad de que las personas
se involucran con la vida que tienen
y no quieren ser curados,
cambiados o eliminados.
Quieren ser quienes quiera
que hayan llegado a ser.
Una de las familias que
entrevisté para este proyecto
fue la familia de Dylan Klebold,
uno de los autores de la masacre de Columbine.
Llevó mucho tiempo
persuadirlos de hablar conmigo,
y una vez persuadidos, estaban
tan cargados de su historia
que no podían dejar
de hablar de eso.
El primer fin de semana que pasé
con ellos --el primero de muchos--
grabé más de 20 horas de conversación.
Y el domingo por la noche
estábamos todos cansados.
Estábamos sentados en la cocina.
Sue Klebold estaba preparando la cena.
Y dije: "Si Dylan estuviese aquí ahora,
¿tienen idea de lo que
les gustaría preguntarle?"
Y su padre dijo:
"Claro que sí.
Me gustaría preguntarle qué demonios
pensaba que estaba haciendo".
Y Sue miró al suelo,
pensó un minuto,
y luego alzó la mirada y dijo:
"Yo le pediría que me perdone
por ser su madre
y no saber nunca lo que estaba
pasando por su cabeza".
Cuando cené con ella
un par de años más tarde
--una de muchas cenas que compartimos--
me dijo: "Sabes, cuando ocurrió,
solía desear nunca haberme casado,
nunca haber tenido hijos.
De no haber ido al estado de Ohio
y cruzarme con Tom,
ese chico nunca habría existido
y esta cosa terrible nunca habría ocurrido.
Pero he llegado a sentir que
amo tanto a los hijos que tuve
que no quiero imaginar
una vida sin ellos.
Reconozco el dolor que le causaron a otros,
y eso no tiene perdón,
pero el dolor que me causaron a mí,
eso sí lo tiene", dijo.
"Así que, aunque reconozco que habría
sido mejor para el mundo
si Dylan nunca hubiera nacido,
he decidido que no habría
sido mejor para mí".
Pensé que era sorprendente cómo todas estas familias
tenían todos estos niños con todos estos problemas,
problemas que en su mayoría
habrían hecho cualquier cosa para evitar,
y que todos habían encontrado mucho sentido
en esa experiencia de ser padres.
Y luego pensé que todos
los que tenemos hijos
amamos a los hijos que tenemos,
con sus errores.
Si, de repente, bajara del cielo
un ángel a mi sala de estar
y ofreciera llevarse
los hijos que tengo
y darme otros mejores --más educados, más divertidos,
más bonitos, más inteligentes--
me aferraría a los hijos que tengo
y pondría fin ese atroz espectáculo.
En última instancia siento
que de la misma forma en que probamos
pijamas ignífugos en el fuego
para asegurarnos de que no se incendien
cuando nuestros hijos se acercan a una hornalla,
estas historias de familias
que negocian diferencias extremas
reflejan la experiencia universal
de la paternidad,
eso que siempre que uno mira
a sus hijos le hace pensar:
¿de dónde vienen Uds.?
(Risas)
Resulta que mientras cada una de estas
diferencias individuales es una isla...
hay muchas familias que lidian
con la esquizofrenia,
hay muchas familias de niños transgénero,
hay muchas familias de prodigios
--que en cierta manera también
se enfrentan a retos similares--
hay muchas familias en cada
una de esas categorías;
pero si empezamos a pensar
en cómo abordar la experiencia
de negociar las diferencias
dentro de la familia,
entonces descubrimos que es
un fenómeno casi universal.
Irónicamente, resulta que son nuestras diferencias
y la negociación de la diferencia
lo que nos une.
Decidí tener hijos mientras
trabajaba en este proyecto.
Y muchas personas
asombradas me decían:
"Pero, ¿cómo puedes
decidir tener hijos
en medio de un estudio de todo
lo que puede salir mal?"
Y dije: "No estoy estudiando
todo lo que puede salir mal.
Estoy estudiando cuánto amor puede haber,
aun cuando todo parece estar saliendo mal".
Pensé mucho en la madre de un niño
discapacitado que había visto;
un niño con discapacidad grave
que murió por negligencia de su cuidador.
Y en el entierro de sus cenizas, su madre dijo:
"Pido poder perdonar por haber
sido robada dos veces,
una vez por el niño que quería
y una vez por el hijo que amaba".
Y pensé que era posible, entonces,
que cualquier persona amara a cualquier niño
si tenía la voluntad efectiva de hacerlo.
Así que mi marido es el padre
biológico de dos hijos
con unas amigas lesbianas de Minneapolis.
Yo tenía una amiga de la universidad que
se había divorciado y quería tener hijos.
Así que ella y yo tuvimos una niña,
y madre e hija viven en Texas.
Y mi esposo y yo tenemos un hijo
que vive con nosotros todo el tiempo
del cual yo soy el padre biológico,
y nuestra sustituta
para el embarazo fue Laura,
la madre lesbiana de Oliver
y Lucy de Minneapolis.
(Aplausos)
El resumen es cinco padres,
de cuatro niños, en tres estados.
Y hay gente que piensa
que la existencia de mi familia
de alguna manera socava, debilita
o daña a su familia.
Hay gente que piensa
que familias como la mía
no deberían existir.
Y yo no acepto modelos
sustractivos de amor, sólo aditivos.
Creo que de la misma manera que
necesitamos diversidad de especies
para asegurar la continuidad del planeta,
también necesitamos esta diversidad
de afectos y de familias
para fortalecer la ecosfera de la bondad.
Al día siguiente de nacer nuestro hijo,
vino la pediatra a la habitación
y dijo que estaba preocupada.
Él no estaba extendiendo
sus piernas como debía.
Dijo que podría tener daño cerebral.
Al extender sus piernas,
lo hacía de forma tan asimétrica,
que ella pensó que podía tratarse
de la acción de un tumor de algún tipo.
Y tenía una cabeza muy grande, que ella pensó
podría indicar hidrocefalia.
Y a medida que me decía todo esto,
yo sentía que mi ser
se desmoronaba contra el piso.
Y pensé, había estado
trabajando durante años
en un libro sobre cuánto
sentido encontraba la gente
en la paternidad
de niños discapacitados,
y yo no quería engrosar esas filas.
Porque lo que encontraba
era una idea de enfermedad.
Y como todos los padres,
desde los albores del tiempo,
quería proteger a mi hijo
de la enfermedad.
Y también quería protegerme yo
de la enfermedad.
Pero sabía, por el trabajo realizado,
que si él tenía algo
de eso que estaban buscando
que esa, en última instancia,
sería su identidad,
y si eso era su identidad,
se volvería mi identidad,
que esa enfermedad adoptaría una forma
muy diferente conforme se desarrollara.
Lo llevamos a la máquina de resonancia magnética,
lo llevamos al escáner CAT,
a ese niño de un día de vida
le tomamos muestras de sangre arterial.
Sentimos impotencia.
Y al cabo de cinco horas
dijeron que su cerebro
estaba completamente bien
y que extendía sus piernas correctamente.
Y cuando le pregunté a la pediatra
qué había estado sucediendo,
dijo que pensaba que en la mañana
probablemente había tenido un calambre.
(Risas)
Pensé cuánta razón tenía mi madre.
Pensé que el amor que
uno siente por sus hijos
es diferente de cualquier
otro sentimiento en el mundo
y hasta que uno no tiene hijos,
no sabe lo que se siente.
Creo que los niños me atraparon
en el momento en que conecté
paternidad con pérdida.
Pero no estoy seguro
de si habría notado eso
de no haber participado
en el meollo de esa investigación.
Encontré tanto amor extraño,
que sucumbí muy naturalmente
a sus patrones de fascinación.
Y vi cómo el esplendor puede iluminar
incluso las vulnerabilidades más abyectas.
Durante estos 10 años
fui testigo y aprendí
la alegría terrible de la
insoportable responsabilidad,
y llegué a ver cómo eso
conquista a todo lo demás.
Y aunque a veces había pensado que los padres
que había entrevistado eran tontos,
al esclavizarse de por vida
a sus hijos ingratos
tratando de crear identidad
de la miseria,
me di cuenta ese día que mi investigación
me había dado una herramienta
y que estaba listo
para sumarme a su nave.
Gracias.
(Aplausos)