«Sentí un funeral en mi cerebro, los deudos iban y venían arrastrándose, arrastrándose, hasta que pareció que el sentido se quebraba totalmente. Y cuando todos se sentaron, una liturgia, como un tambor, comenzó a batir, a batir, hasta que pensé que mi mente se enmudecía. Y luego los oí levantar el cajón y crujió a través de mi alma con los mismos botines de plomo, otra vez. El espacio comenzó a repicar, como si todos los cielos fueran una campana y existir solo una oreja, y yo, y el silencio, alguna extraña raza naufragada, solitaria, aquí. Y luego un vacío en la razón se quebró, caí y caí y di con un mundo, en cada zambullida, y terminé sabiendo, entonces». Conocemos la depresión por medio de metáforas. Emily Dickinson fue capaz de expresarla en palabras. Goya, en una imagen. El principal objetivo del arte es describir esos estados emblemáticos. En cuanto a mí, siempre me creí un hombre fuerte, uno de los que sobreviviría si hubiera sido enviado a un campo de concentración. En 1991, sufrí una serie de pérdidas. Murió mi madre, terminó una relación en la que estaba, volví a vivir a EE. UU. tras unos años afuera, y pasé intacto por todas esas experiencias. Pero en 1994, 3 años después, sentí que había perdido el interés casi por todo. No quería hacer ninguna de las cosas que anteriormente quería y no sabía por qué. Lo contrario de la depresión no es la felicidad, sino la vitalidad. Y fue la vitalidad lo que parecía haberme abandonado en ese momento. Todo lo que tenía que hacer me parecía demasiado esfuerzo. Volvía a casa, veía la luz roja del contestador titilar y en vez de alegrarme de que mis amigos me llamaran, pensaba: «Cuánta gente a la que tengo que llamar». O, si decidía almorzar, después pensaba que tenía que sacar la comida, ponerla en un plato, cortarla, masticarla, tragarla, y sentía que era como un vía crucis. Una de las cosas que se olvida cuando se habla de depresión es que uno sabe que lo que le pasa es ridículo. Mientras te está pasando, sabes que es ridículo. Sabes que todo el mundo puede escuchar los mensajes en el contestador, almorzar, organizarse para darse una ducha, para salir, y que no es nada del otro mundo, y aún así, estás en sus garras, incapaz de imaginar cualquier salida. Y entonces empecé a sentir que hacía cada vez menos, que pensaba cada vez menos, que sentía cada vez menos. Era como una incapacidad. Y entonces apareció la ansiedad. Si me dijeran que tengo que estar deprimido todo el mes que viene, contestaría: «Como sé que terminará en noviembre, lo puedo lograr». Pero si me dijeran: «Vas a padecer ansiedad grave todo el mes que viene», preferiría cortarme las venas antes que pasar por eso. La sensación que tenía constantemente se parecía a cuando vas caminando y te tropiezas o resbalas y el suelo se te acerca a toda velocidad. Pero en lugar de durar medio segundo, que es lo que dura, duró 6 meses. Es la sensación de tener miedo todo el tiempo, pero sin ni siquiera saber a qué le tienes miedo. Y en ese momento empecé a pensar que estar vivo era simplemente demasiado doloroso y que el único motivo para no matarme era no hacerle daño a los demás. Y un día, por fin, me desperté y pensé que quizá había tenido un derrame cerebral, porque quedé en la cama completamente paralizado, mirando el teléfono y pensando: «Algo anda mal y tendría que llamar para pedir ayuda», pero no podía extender el brazo para tomar el teléfono y marcar. Y al final, tras 4 horas completas acostado y mirándolo, sonó el teléfono, y no sé bien cómo pude atender. Era mi padre y le dije: «Tengo un problema grave. Tenemos que hacer algo». Al día siguiente, empecé a tomar medicamentos y a ir a psicoterapia. Y también empecé a enfrentarme a esta pregunta atroz: Si no soy el tipo duro que hubiera sobrevivido en un campo de concentración, ¿quién soy entonces? Y si tengo que tomar medicamentos, ¿la medicación me hará ser más yo mismo o me transformará en otra persona? ¿Cómo me sentiría si me transforma en otra persona? Tenía dos ventajas al empezar esta lucha. La primera era que, siendo objetivo, yo sabía que mi vida era buena y que si conseguía recuperarme había algo al otro lado por lo que valía la pena vivir. La segunda era que podía acceder a buenos tratamientos. Pero, sin embargo, salía a flote y recaía, y salía a flote y recaía... y salía a flote y recaía, y por fin comprendí que tendría que tomar medicamentos e ir a psicoterapia para siempre. Y pensé: «¿Es un problema químico o es un problema psicológico? ¿Hace falta una cura química o una cura filosófica?». No podía comprender qué era. Y entonces comprendí que, en realidad, no sabemos lo suficiente en ninguno de los dos terrenos como para tener una explicación completa. Tanto el tratamiento químico como el psicológico tenían su función, y también me di cuenta de que la depresión era algo que se va tejiendo tan en lo profundo de nuestro ser que no es posible separarla de nuestro carácter y personalidad. Quiero decir que los tratamientos que tenemos contra la depresión son terribles. No son muy eficaces. Son sumamente costosos. Tienen infinidad de efectos secundarios. Son un desastre. Pero estoy muy agradecido de vivir ahora y no 50 años atrás, cuando no se podía hacer casi nada. Espero que dentro de 50 ańos, cuando sepan cómo eran mis tratamientos, la gente se horrorice de que alguien haya soportado una ciencia tan primitiva. La depresión es la tara en el amor. Si cuando uno está casado pensara: «Bueno, si mi esposa se muere, me busco otra», eso no sería el amor como lo conocemos. Algo como el amor sin pensar en la posibilidad de la pérdida, no existe. Y ese fantasma de la desesperación puede ser el motor de la intimidad. Hay 3 cosas que la gente suele confundir: depresión, duelo y tristeza. El duelo es claramente reactivo. Si sufres una pérdida y te sientes sumamente desdichado y, 6 meses después, todavía estás muy triste, pero andas un poco mejor, probablemente sea un duelo, y lo más probable es que, hasta cierto punto, se te pase solo. Si sufres una pérdida catastrófica, y te sientes pésimo y 6 meses después te es prácticamente imposible hacer tu vida, probablemente se trate de una depresión desencadenada por las circunstancias catastróficas. El recorrido nos dice mucho. Se suele creer que la depresión es solo tristeza. Es muchísima, demasiada tristeza, muchísimo, demasiado pesar, por un motivo demasiado insignificante. Cuando empecé a tratar de entender la depresión y a entrevistar a personas que la habían padecido, vi que algunos que, a primera vista, parecían tener algo similar a una depresión relativamente leve, terminaban completamente incapacitados por la depresión. Y otros que parecían tener, según la describían, una depresión terriblemente grave sin embargo vivían bien en los intervalos entre los episodios depresivos. Y me propuse descubrir qué es lo que hace que algunos tengan una mayor capacidad de recuperación que otros. ¿Cuáles son los mecanismos que nos permiten sobrevivir? Y salí a entrevistar una tras otra a todas las personas que estaban sufriendo una depresión. Una de las primeras entrevistadas me describió la depresión como una manera más lenta de estar muerto, y fue muy bueno para mí oír eso al principio porque me recordaba que esa manera lenta de estar muerto puede conducir a la muerte real, que este es un asunto serio. Es la principal discapacidad en el mundo, y la gente se muere de depresión todos los días. Una de las personas con las que hablé cuando trataba de entender fue una amiga muy querida que conocía desde hacía años y que había tenido un episodio psicótico en el primer año de universidad, y luego se sumergió en una depresión espantosa. Tenía trastorno bipolar, o trastorno maníaco-depresivo, como se lo conocía entonces. Y después le fue muy bien tomando litio muchos años, hasta que al final le retiraron el litio para ver si se las arreglaba, y tuvo otra psicosis tras la que cayó en la peor depresión que yo había visto. Se sentaba en el apartamento de sus padres, más o menos catatónica, prácticamente sin moverse, día tras día tras días. Y cuando la entrevisté sobre esa experiencia unos años después --es poetisa y psicoterapeuta y se llama Maggie Robbins--, cuando la entrevisté, me dijo: «Estaba cantando "Where Have All The Flowers Gone" una y otra vez para tener la mente ocupada. Cantaba para tapar las cosas que me decía mi cabeza: No eres nada. No eres nadie. Ni siquiera te mereces estar viva. Fue en esa época cuando empecé a pensar seriamente en suicidarme. Cuando estás deprimido, no sientes que sea como si te pusieran un velo gris y que ves el mundo a través de esa nube negra de mal humor. Uno siente que retiraron el velo, el velo de la felicidad, y que ahora estás viendo la verdad. Es más fácil ayudar a los esquizofrénicos, que perciben algo ajeno dentro de ellos que hay que conjurar. Con los depresivos es más difícil, porque creemos que estamos viendo la verdad. Pero la verdad miente. Me he obsesionado con esa oración: «Pero la verdad miente». Y descubrí, al hablar con gente deprimida, que tienen muchas impresiones equivocadas. Dicen: «Nadie me quiere». Y les decimos: «Yo te quiero, tu esposa te quiere, tu madre te quiere». Esa pregunta se contesta sin problemas, al menos para la mayoría. Pero la gente deprimida también dirá: «Hagamos lo que hagamos, al final todos nos vamos a morir». O dicen: «No puede haber una verdadera comunión entre dos seres humanos. Cada uno está atrapado en su propio cuerpo». A lo que hay que contestar: «Es cierto, pero creo que ahora tenemos que concentrarnos en qué vamos a desayunar». (Risas) Muchas veces, lo que están expresando no es enfermedad, sino perspicacia y vemos que lo que en verdad es increíble es que casi todos conocemos esas preguntas existenciales sin que eso nos perturbe demasiado. Hubo un estudio que me gustó en especial en el que se le pide a un grupo de personas deprimidas y a otro de personas no deprimidas que jueguen una hora a un videojuego. Transcurrida la hora, les preguntaban cuántos monstruitos pensaban que habían matado. El grupo de depresivos acertaba con un margen de cerca del 10 % y el grupo de los no deprimidos respondía entre 15 y 20 veces más monstruitos. (risas) que los que habían matado en verdad. Cuando decidí escribir sobre mi depresión, muchos decían que debía ser muy difícil terminar con el silencio, darlo a conocer. Me preguntaban: «¿Te hablan distinto ahora?». Y yo les decía: «Sí, la gente me habla distinto, porque se ponen a contarme sus propias experiencias, o el caso de una hermana o el de un amigo. Las cosas cambiaron porque ahora sé que la depresión es el secreto familiar que todos tenemos. Hace unos años, fui a una conferencia de tres días. El viernes, uno de los participantes, una mujer, me llevó aparte y me dijo: «Tengo depresión y me da un poco de vergüenza, pero estoy tomando esta medicación y quisiera pedirle su opinión». Me esforcé en aconsejarla lo mejor que pude. Y entonces me dijo: «Verá, mi marido nunca lo entendería. Es de los que pensaría que esto no tiene sentido, así que... que quede entre nosotros». «Está bien», le dije. El domingo, en la misma conferencia, el marido me lleva aparte y me dice: «Mi esposa dejaría de verme como el hombre que soy si se entera, pero estoy luchando con esta depresión y estoy tomando estos medicamentos. ¿Me podría dar su opinión?». Estaban escondiendo la misma medicación en dos lugares distintos de la misma habitación. Dije que me parecía que la comunicación en el matrimonio podía ser el disparador de algunos de sus problemas. (Risas) Pero también me impactó la incomodidad y el peso de tal secreto mutuo. La depresión es tan agotadora... Absorbe tanto tiempo y energía. Pero el silencio que la rodea, eso sí que hace que la depresión sea mucho peor. Y entonces me puse a pensar en todos los caminos que sigue la gente para estar mejor. Al principio, pensaba que solo unos pocos tratamientos de medicina tradicional funcionaban, y tenía claro cuáles eran: la medicación, ciertos tipos de psicoterapia, quizá la terapia electroconvulsiva. Todo lo demás eran estupideces. Y entonces me di cuenta de algo. Si tienes un tumor cerebral y dices que pararte en la cabeza 20 minutos todas las mañanas te hace sentir mejor, puede que te haga sentir mejor, pero el tumor cerebral sigue ahí y sigue siendo probable que te mueras de eso. Pero si tienes depresión y ponerte bocabajo 20 minutos diarios te hace sentir mejor, entonces funcionó, porque la depresión consiste en lo que sientes, y si te sientes mejor es porque, efectivamente, ya no estás deprimido. Entonces empecé a ser mucho más tolerante con el mundo de los tratamientos alternativos. Y recibo cartas, cientos de cartas de gente que me cuenta qué funcionó para ellos. Alguien me preguntaba hoy, entre bastidores, por la meditación. Mi carta preferida fue una que me mandó una mujer que me contaba que había probado psicoterapia, medicamentos, casi todo, y que había encontrado una solución y que quería que yo la difunda. Y esa solución era hacer cositas de hilo. (Risas) Me mandó algunas, pero hoy no me las puse. (Risas) Le sugerí que buscara también «trastorno obsesivo compulsivo» en el DSM-IV. Y además, cuando me puse a ver los tratamientos alternativos, eso también amplió mi visión de otros tratamientos. Asistí a un exorcismo hecho por una tribu en Senegal en el que se usaba una gran cantidad de sangre de carnero y del que no abundaré en detalles ahora, pero unos años después, estaba en Ruanda, trabajando en otro proyecto, y le conté mi experiencia a un hombre. Me dijo: «Verá, eso es África Occidental y estamos en África Oriental. Nuestros rituales son, en ciertos aspectos, muy distintos, pero tenemos algunos rituales que se parecen bastante a lo que Ud. describe». «¿De veras?», le dije. «Sí, --contestó-- pero hemos tenido muchos problemas con los trabajadores de la salud mental occidentales, sobre todo con los que vinieron apenas terminó el genocidio». Pregunté: «¿Qué clase de problemas tuvieron?». Me contesta: «Bueno, hacían cosas extrañas. No sacaban a la gente al sol, cando empezaban a sentirse mejor. No usaban tambores ni música para hacer bullir la sangre. No hacían participar a toda la comunidad. No sacaban la depresión para afuera como si fuera un espíritu invasor. En cambio, lo que hacían era llevar a las personas de a una a unos cuartitos lúgubres y los hacían hablar una hora de las cosas feas que les habían pasado». (Risas) (Aplausos) Me dijo: «Tuvimos que pedirles que se vayan del país». (Risas) Al otro extremo de los tratamientos alternativos, permítanme hablarles de Frank Russakoff. Frank Russakoff tuvo quizá la peor depresión que vi en un hombre. Estaba constantemente deprimido. Cuando lo conocí, estaba en un momento en el que se hacía electroshock todos los meses. Después se sentía medio perdido una semana, luego se sentía bien una semana, y después venía una semana en la que se derrumbaba. Y entonces lo trataban con electroshock otra vez. Cuando lo conocí, me decía: «Es insoportable pasar las semanas de este modo. Así no puedo seguir y ya tengo pensado como voy a terminar con todo si no mejoro. Pero --me contó-- me enteré de que hay un protocolo en el Hospital General de Masachusetts, una intervención quirúrgica, llamada callostomía, que es una cirugía cerebral, y creo que voy a probar con eso». Recuerdo el asombro que sentí en ese momento, al pensar que alguien que había tenido tantas malas experiencias con tantos tratamientos distintos todavía tuviera en su interior el suficiente optimismo como para probar con otro más. Le hicieron la callostomía y fue realmente un éxito. Ahora es amigo mío. Tiene una esposa divina y 2 hijos hermosos. Me escribió una carta la Navidad después de la cirugía. Dice: «Mi padre me mandó dos regalos este año. Uno es un porta CD motorizado de "The Sharper Image" que realmente no me hacía falta, pero sé que me lo mandó para celebrar que estoy viviendo por mi cuenta y que tengo un trabajo que parece que me gusta mucho. Y el otro regalo era una foto de mi abuela, que se suicidó. Cuando lo abrí, me largué a llorar y vino mi madre y me dijo: "¿Llorás por los parientes que no conociste?". Y yo le dije: "Tenía la misma enfermedad que tengo yo". Lloro mientras te escribo. No es porque esté tan triste, sino porque estoy impresionado porque yo podría haberme suicidado, pero mis padres me mantuvieron vivo, y también los médicos, y me operé. Estoy vivo y me siento agradecido. Vivimos en la época adecuada, aunque a veces nos parezca que no». Me sorprendió que en general se cree que la depresión es algo moderno, occidental, de clase media y me puse a ver cómo funcionaba en otros contextos. Y una de las cosas en las que más me interesé fue en la depresión en los indigentes. Y entonces me puse a tratar de averiguar qué se estaba haciendo por la gente pobre con depresión. Y me encontré con que, en su mayoría, los pobres con depresión no reciben tratamiento. La depresión es consecuencia de una vulnerabilidad genética, que se cree que está repartida en forma pareja en toda la población, y de factores desencadenantes, probablemente más graves en los indigentes. Aun así, resulta que si tenés un muy buen pasar pero estás todo el tiempo con el ánimo por el piso, pensás: «¿Por qué me siento así? Debo estar deprimido». Y te ponés a buscar un tratamiento. Pero si vivís en condiciones terriblemente espantosas y estás todo el tiempo con el ánimo por el piso el modo en que te sentís está acorde con tu vida y no se te ocurre pensar: «Esto se puede tratar». Y así, en este país tenemos una epidemia de depresión en los sectores carenciados que no se tiene en cuenta, ni se trata ni se busca resolver y es una tragedia a gran escala. Entonces me encontré con un profesor universitario que estaba haciendo un proyecto de investigación en los barrios bajos de Washington D.C., en el que tomaba mujeres que venían por otros problemas de salud, les diagnosticaba depresión y les brindaba 6 meses del protocolo experimental. Una de ellas, Lolly, dijo esto el día que llegó. Dijo, y era una mujer, dicho sea de paso, con 7 hijos. Dijo: «Antes trabajaba. pero tuve que dejar porque no podía salir de mi casa. No sé qué decirle a mis hijos. A la mañana, no veo la hora de que se vayan para meterme en la cama y taparme hasta la cabeza. Y las 3, que es la hora que vuelen, llega demasiado rápido». Contaba: «Estuve tomando mucho Tylenol, tomo cualquier cosa con tal de dormir más. Mi marido siempre me dice que soy estúpida, que soy fea. Quisiera terminar con este dolor». Entró en el protocolo experimental y cuando la entrevisté 6 meses después, había conseguido trabajo, cuidando niños para la marina estadounidense, había dejado a su marido violento, y me dijo: «Mis chicos son muchísimo más felices ahora. En nuestra nueva casa, hay una habitación para los chicos y otra para las chicas, pero de noche, andan todos subidos a mi cama y hacemos la tarea todos juntos y eso. Uno quiere ser pastor, otro quiere ser bombero y una de las chicas dice que va a ser abogada. No lloran más como antes y ya no se pelean más. Lo único que necesito ahora es a mis hijos. Y siguen cambiando las cosas: cómo me visto, cómo me siento, cómo actúo. No me da más miedo salir y no creo que esas sensaciones feas vayan a volver. Y si no fuera por el Dr. Miranda y eso, todavía estaría en mi casa tapada hasta la cabeza, o quizá ni siquiera estaría viva. Le pedí al Señor que me mande un ángel y escuchó mis plegarias». Estas experiencias me conmovieron muchísimo y decidí escribir sobre ellas no solo en el libro en el que estaba trabajando, sino también en un artículo y fue así como me encargaron que escriba un artículo sobre la depresión en los indigentes para "The New York Times Magazine". Entregué mi historia y mi editora me llamó y me dijo: «Realmente no podemos publicar esto». «¿Por qué no?», le pregunté. Me contestó: «Es demasiado disparatada. ¿Estas personas están como en el último peldaño de la escala social, y de golpe, reciben tratamiento por unos meses y quedan prácticamente listas para manejar Morgan Stanley? Es demasiado inverosímil. Es la primera vez que oigo hablar de algo así». Le dije: «El hecho de que nunca hayas oído hablar de esto es indicio de que es una "noticia"». (Risas) (Aplausos) «Y ustedes son una revista de noticias». Tras algunas negociaciones, estuvieron de acuerdo. Pero creo que mucho de lo que dijeron estaba conectado de un modo extraño al rechazo que se tiene todavía a la idea del tratamiento, como si, en cierto modo, ir y tratar a un montón de gente de escasos recursos, fuera hacer algo abusivo, porque los estaríamos cambiando. Existe este falso imperativo moral que parece estar en todos lados de que el tratamiento de la depresión, medicación y demás, es artificial, que no es natural. Y creo que es un concepto muy equivocado. Es natural que se nos caigan los dientes, pero nadie hace campañas contra el dentífrico. No entre mis conocidos, por lo menos. Dicen: «Está bien, pero ¿no es la depresión algo por lo que es normal pasar? ¿No es parte de tu personalidad?». Y a eso contesto que los estados de ánimo son adaptativos. Tener la capacidad de sentir tristeza, de sentir miedo de sentir alegría, placer, y todos los otros estados de ánimos que experimentamos es de un valor incalculable. Y la depresión mayor tiene lugar cuando ese sistema se rompe. Es inadaptativa. Muchos acuden me dicen: «Si puedo soportarla un año más, creo que voy a salir adelante». Siempre les contesto: «Quizá puedas salir adelante, pero nunca más tendrás 37 años. La vida es corta. Me estás hablando de entregar un año entero de tu vida. Piénsalo muy bien». Es una rara carencia del inglés, y quizá también de muchos otros idiomas, que usemos la misma palabra, «depresión», para describir cómo se siente un chico cuando llueve en su cumpleaños, y para describir cómo se siente alguien un minuto antes de suicidarse. La gente me dice: «¿Está relacionada con la tristeza normal?». Y yo les digo que en cierto modo sí. Hay cierto grado de relación, pero al igual que guarda relación una reja de hierro con algunas manchitas de óxido que tienes que lijar y repintar, con lo que pasaría si abandonás la casa 100 años y se oxida por completo hasta que se transforma en una pila de polvo anaranjado. Y es a esa manchita de polvo anaranjado, al problema del polvo anaranjado, a lo que queremos apuntar. Y después te dicen: «¿Tomás estas pastillas y entonces eres feliz?». No lo soy. Pero no me pone triste tener que almorzar ni me pone triste el contestador ni me pone triste darme una ducha. Siento más, me parece, en verdad, porque puedo sentir tristeza sin que me incapacite. Me pongo triste por algunas desilusiones en lo profesional, por el deterioro de las relaciones, por el calentamiento global. Esas son las cosas que me ponen triste ahora. Y me dije: Bueno, ¿cuál es la conclusión? ¿Cómo hizo toda esa gente que vive mejor ahora, incluso con depresiones más graves, para recuperarse? ¿Qué mecanismos actúan en la capacidad de recuperación? Y lo que fui entendiendo con el tiempo fue que las personas que negaban su experiencia, los que dicen: «Estuve deprimido hace mucho tiempo; no quiero pensar en eso; no voy a detenerme en eso; voy a seguir adelante con mi vida», irónicamente, esos son los que quedan más atrapados por lo que padecen. No pensar en la depresión la hace más fuerte. Cuando te escondes de ella, crece. Y los que se recuperan mejor son los que son capaces de reconocer el hecho de que tienen la enfermedad. Los que toleran tener depresión desarrollan la capacidad de sobreponerse. Frank Russakoff me dijo: «Si tuviera que empezar de nuevo, calculo que no lo haría de este modo, pero aunque suene raro, estoy conforme con mi experiencia. Me alegro de haber ido a ese hospital 40 veces, ahí aprendí tanto del amor, y mi relación con mis padres y con los médicos fue muy valiosa para mí, y lo seguirá siendo. Y dijo Maggie Robbins: «Solía ser voluntaria en una clínica para seropositivos y hablaba, y hablaba, y hablaba, y la gente con la que trabajaba no era muy receptiva y pensé: No son muy amables y no colaboran Y entonces me di cuenta de que solo me charlarían esos pocos minutos. Se daban cuenta de que yo no tenía sida ni me estaba muriendo, pero podía soportar el hecho de que ellos sí. Nuestras necesidades son nuestros mayores valores. Resultó que había aprendido a dar todas las cosas que necesitaba». Valorar la depresión propia no evita una recaída, pero hace que la posibilidad de recaer e incluso la misma recaída sean más fáciles de soportar. La cuestión no es tanto encontrarle un gran sentido y decidir que tu depresión tuvo mucho sentido. Se trata de captar ese sentido y de pensar, cuando viene otra vez: «Va a ser horroroso, pero voy a aprender algo de esto». Con mi propia depresión he aprendido lo fuerte que puede ser un sentimiento, más fuerte que los hechos reales, y descubrí que esa experiencia me permitió tener sentimientos positivos más intensos y claros. Lo contrario de la depresión no es la felicidad, sino la vitalidad, y en estos días soy vital, incluso en los días en que estoy triste. Sentí aquel funeral en el cerebro, y me senté al lado de los colosos en el fin del mundo y descubrí algo adentro mío que debería llamar alma, que no había podido definir hasta ese día, hace 20 años, cuando el infierno me cayó de sorpresa. Creo que mientras odiaba estar deprimido, o que pudiera deprimirme de nuevo, encontré la manera de querer a mi depresión. La quiero porque me obligó a buscar la dicha y a aferrarme a ella. La quiero porque todos los días decido, a veces con valentía y otras veces contra lógicas inesperadas, agarrarme fuerte a los motivos para vivir. Y esa, me parece, es una alegría enorme y privilegiada. Gracias. (Aplausos)