Antes de pasar al texto,
permítanme compartir
algo de mi testimonio.
Cuando el Señor me salvó
en la Universidad de Texas,
fui inmediatamente introducido
a hombres como
E.M. Bounds,
Praying Hyde,
Leonard Ravenhill,
C.T. Studd,
Hudson Taylor,
y mi más querido y antiguo amigo,
George Müller.
De ellos aprendí
mucho sobre la oración.
Aprendí a buscar a Dios.
Aprendí lo que es el interior del “aposento”,
y a orar, y a esperar,
y a perseverar delante de mi Dios.
Y a creer que jamás debo pensar
que lo que me ha sido dado
en el Nuevo Pacto
es menos de lo que fue dado
en el Antiguo.
Que si había manifestaciones
del obrar divino
en el Antiguo Testamento
con más razón
hay cosas milagrosas que suceden
entre nosotros, a quienes
ha llegado el fin de los siglos.
Que debemos esperar
grandes cosas
en respuesta a nuestra oración.
Y que si nos detenemos
y permanecemos con Él,
veremos Su poder,
Su presencia en nuestra vida.
Pero mientras salía a predicar
en las calles
—comencé como
predicador callejero—,
siempre les digo a
los jóvenes predicadores
que buscan
un lugar donde predicar,
que hay un púlpito
en absolutamente cada esquina.
Pero con toda mi oración,
y con todo mi celo mal dirigido,
había muy poco poder.
Hasta cierto punto,
Dios hizo cosas grandes.
Pero en mi corazón, había algo que faltaba…
que faltaba… que faltaba.
Y como fui guiado,
me dirigí al seminario
—un seminario nada pequeño.
En ese tiempo, creo que
era el más grande del mundo.
Y estudié con todas mis fuerzas.
Tomé a los profesores más exigentes:
Griego, hebreo, historia, teología sistemática…
Pero no encontré nada allí.
Había unos pocos hombres buenos.
Algunos caminaban con Dios
y amaban a Dios.
Pero en general, no hallé nada allí.
Porque me enseñaron
toda la teología
que cerró cada iglesia
en Alemania.
Me enseñaron a Karl Barth…
(ininteligible)
alta crítica…
una cosa tras otra.