Uno de mis alumnos, Alan, vive en una casita de Villa Itatí con su mamá, cinco hermanos, su cuñada y un sobrinito. Cuando termina de ayudar en la casa, se arregla un poco y sale. Atraviesa tres pasillos del barrio. Sube una cuesta de barro muy empinada y camina la cuadra que le falta para llegar a la escuela. No va a aprender con sus compañeros, sino a hacer la fila para conseguir la comida del día de su familia. Por la cuarentena el edificio está cerrado. Mientras espera la vianda en la puerta, aprovecha el wifi gratuito para bajar las actividades que sus profes le mandamos y para enviar las que ya hizo. Hoy le prestaron el único celular de la familia porque sabían que iba a poder acceder a Internet. Lee contento los mensajes donde los profes lo alentamos a seguir estudiando. Y, además, respondemos sus preguntas. No le resulta nada fácil estudiar a distancia pero, al menos, tiene un canal donde hacer consultas. Con las aulas vacías se alejan las oportunidades y se profundizan las desigualdades que viven muchos chicos y chicas hace tiempo. Y hoy se las arreglan como pueden para acceder a su derecho a aprender. Sí es cierto que las familias y los profes recibimos a las escuelas en nuestras casas y les dimos el refugio que necesitan para seguir funcionando. Pero también es cierto que se hizo más evidente que nunca la necesidad de mantener y potenciar los vínculos que antes propiciaba el edificio escolar. Es tan así que cuando los profes nos encontramos en la escuela para armar las bolsas de mercadería lo más importante para nosotros es tener noticias, intercambiar noticias, de los chicos de los que no sabemos nada últimamente. Estamos tan alerta que, mientras las bolsas se entregan, recorremos la fila buscando algún pariente o cualquier otra persona que pueda darnos alguna novedad. Por la pandemia algunos chicos fueron a vivir con otra familia cuando sus padres, o sus abuelos son internados, o aislados. Si antes costaba un montón que muchos de ellos mantengan la regularidad en la escuela secundaria, ahora nuestra mayor preocupación es que no abandonen, que no abandonen el año. Cuando la escuela se metió en los hogares puso todo de cabeza. Valen, por ejemplo, ya está harto de tanta videollamada, de tanta actividad que le mandan sus profes, tanto que le pidió a su mamá "que se vaya la escuela de mi casa". Madres y padres tuvimos que alterar todas nuestras rutinas para comprometernos todavía más con la educación de nuestros hijos. En mi caso fue bueno. Mi hijo adolescente, que tiene déficit de atención, por primera vez en su escolaridad lleva las tareas al día. E, igual que Alan, consulta sus dudas directamente con sus profesores. Aprendió a manejar herramientas para leer y escribir mejor. A él y a muchos jóvenes, el uso obligado de la tecnología les ayudó a generar una autonomía que no tenía. Del otro lado del dispositivo mis compañeros docentes reaccionaron como pudieron. La mayoría de nosotros nos encargamos de nuestras familias al mismo tiempo que estamos trabajando en casa, con recursos escasos, atendiendo a los jóvenes y a las familias a cualquier hora, planificando permanentemente, corrigiendo desde pantallas. Daniel, por ejemplo, es un profe excelente en el aula. Pero se siente excluido por el poco manejo que tiene de la tecnología y la rapidez con la que tuvo que aggiornarse. En el otro extremo, Alejandra se la pasa probando aplicaciones, intentando una y mil veces por más que esto le lleve horas y horas. Y, también, como en cualquier empleo, están quienes prefieren desentenderse y nos sobrecargan de trabajo a los demás. Así está la escuela hoy. Como una máquina prácticamente desarmada. Con todas sus piezas expuestas. Se nos ven todas las hilachas. Y un funcionamiento de emergencia al que le pudimos dar con lo que teníamos. Es una máquina antigua. Antigua y noble. Pero que tiene un montón de partes atadas con alambres de reformas educativas llegadas desde escritorios alejados de la realidad de cada escuela. Escuelas a las que, además de educar, se le confiaron un montón de responsabilidades enormes. Y, como si esto fuera poco, se las llenó de tareas inútiles y tremendamente burocráticas. Ahora tenemos una oportunidad única, la de entre todos rearmarla para que funcione mucho mejor. Tenemos que dar más protagonismo a los jóvenes para que participen y se comprometan con su educación. Pero también para evitar discusiones absurdas entre adultos, que se resolverían fácilmente con preguntarles. Necesitamos mantener a las familias dentro de esto. Que se hicieron cargo de la escuela en sus casas y cuya participación activa es importante no perder en la escuela a la que volvamos. Y, además, convocar a universidades, profesorados, entidades sociales, desde merenderos hasta clubes, como parte del entramado social que colabora y se retroalimenta de lo que pasa en la escuela. Yo no sé cómo se va a ver esta máquina que rearmemos con las piezas que teníamos y las nuevas herramientas que tenemos. Pero estoy segura de que la presencialidad tiene que tomar un rol súper importante para construir mejores vínculos y no para ser desperdiciada en actividades que hoy hemos entendido a la fuerza que se pueden hacer a distancia, o son obsoletas. Si volvemos a la misma escuela significa que no aprendimos nada. Se lo debemos a las pibas, a los pibes, a los profes, a las familias, que están haciendo un esfuerzo enorme por garantizar el derecho a la educación. Una educación realmente de calidad, que nos transforme a todos desde los afectos, desde lo personal y como ciudadanos. Tenemos una oportunidad única que no se va a volver a dar. Ni en cien años. El desafío es estar a la altura y hacernos cargo de pensar y hacer una mejor escuela entre todos.