Hace un año, alquilé
un coche en Jerusalén
para ir a buscar a un hombre
que nunca había conocido
pero que había cambiado mi vida.
No tenía un número de teléfono
para llamar a decir que estaba yendo.
No tenía una dirección exacta,
pero yo sabía su nombre, Abed,
sabía que vivía en un pueblo
de 15 000, Kfar Kara,
y sabía que, 21 años antes,
justo fuera de esta ciudad santa,
había roto mi cuello.
Y así, en una mañana nublada
de enero, me dirigí al norte
en un Chevy plateado para encontrar
a un hombre y algo de paz.
Seguí por la carretera
y salí de Jerusalén.
Luego doblé la misma curva
donde su camión azul,
cargado con cuatro
toneladas de baldosas,
se había echado encima a gran
velocidad en la parte trasera izquierda
del microbús donde iba sentado.
Entonces tenía 19 años.
Había crecido 13 cm y hecho
unas 20 000 lagartijas
en 8 meses y la noche
antes del accidente,
estaba feliz con
mi nuevo cuerpo,
jugando baloncesto con amigos
en la madrugada de
una mañana de mayo.
Mantuve la bola en
mi gran mano derecha,
y cuando esa mano alcanzó
el borde del aro, me sentí invencible.
Yo estaba en el autobús para ir a buscar
la pizza que había ganado en la cancha.
No vi venir Abed.
Desde mi asiento, miraba
una ciudad de piedra
sobre una colina, brillando
al sol del mediodía,
cuando por detrás
hubo una gran explosión,
tan fuerte y violenta
como una bomba.
Mi cabeza se quebró hacia
atrás sobre mi asiento rojo.
Mi tímpano explotó.
Mis zapatos volaron.
Yo volé también, mi cabeza
flotando en huesos rotos,
y cuando aterricé,
estaba cuadripléjico.
En los meses siguientes,
aprendí a respirar por mi cuenta,
luego a sentarme y
a pararme y a caminar,
pero mi cuerpo estaba
ahora dividido verticalmente.
Era un hemipléjico, y de regreso
a mi hogar en Nueva York,
usé una silla de ruedas durante
cuatro años, toda la universidad.
Terminé la universidad y
regresé a Jerusalén por un año.
Allí me levanté de
mi silla para siempre,
me apoyé en mi bastón
y miré al pasado,
para buscar desde mis compañeros
de viaje en el autobús
hasta fotografías del accidente,
y cuando vi esta fotografía,
no vi un cuerpo sangriento e inmóvil.
Vi la sana protuberancia
del deltoides izquierdo,
y me lamentaba de
que se había perdido,
llorando todo que no había hecho aún,
pero que ahora era imposible.
Fue entonces cuando leí
el testimonio que dio Abed
la mañana después del accidente,
de conducir por el carril derecho
de la carretera hacia Jerusalén.
Leer sus palabras,
me inundaron de ira.
Sería la primera vez que
sentiría ira hacia este hombre,
y venía del pensamiento mágico.
En esa fotocopia,
el accidente no había ocurrido todavía.
Abed todavía podría girar
su rueda de izquierda
para que yo lo viera pasar
silbando por mi ventana
y pudiera seguir entero.
"Se cuidadoso, Abed, mira afuera.
Baja la velocidad".
Pero Abed no la bajó,
y en esa fotocopia,
mi cuello se rompió otra vez,
y otra vez, terminé sin ira.
Me decidí encontrar a Abed,
y cuando finalmente lo hice,
él respondió a mi hola hebreo
con tal indiferencia,
parecía que hubiera estado
esperando mi llamada.
Y tal vez sí.
No le mencioné a Abed
su expediente de manejo previo,
27 violaciones a la edad de 25,
la última, no reducir la velocidad
de su camión ese día de mayo,
y no mencioné mi antecedentes,
la cuadraplejía y los catéteres,
la inseguridad y la pérdida,
y cuando Abed siguió con cómo
se había herido en el accidente,
no dije que yo sabía por
el reporte de la policía
que se había escapado
de lesiones graves.
Dije que quería conocerlo.
Abed dijo que lo llamara
en unas semanas,
y cuando lo hice, y
una grabación me dijo
que su número estaba desconectado,
dejé a Abed y al accidente,
que se fueran
Pasaron muchos años.
Caminé con mi bastón y soporte
de tobillo y una mochila
en viajes en seis continentes.
Lancé en un juego
de sóftbol semanal
que comencé en el Central Park,
en casa en Nueva York,
me convertí en periodista y escritor,
escribí cientos de miles
de palabras con un dedo.
Un amigo me indicó que
todas mis grandes historias
eran un espejo de la mía,
cada una centrada en una vida
que había cambiado en un instante,
debido, si no a un accidente,
entonces a una herencia,
un batazo, el clic de
un obturador, un arresto.
Cada uno de nosotros tiene
un antes y un después.
Yo he estado resolviendo
mi destino después de todo.
Aún, Abed estaba lejos de mi mente,
cuando el año pasado,
regresé a Israel para
escribir del accidente,
y el libro que escribí
entonces, "Half-Life",
estaba casi completo
cuando comprendí
que aún quería
conocer a Abed,
y finalmente pude
entender por qué:
para escucharle decir
dos palabras: "Lo siento".
La gente se disculpa por menos.
Y así fui a la policía para confirmar
que Abed todavía vivía
en algún lugar de
esa misma ciudad,
y ahora iba con un florero de
rosas amarillas en el asiento trasero,
cuando de repente las flores
parecieron una ofrenda ridícula.
¿Pero qué se le da al hombre
que te rompió el maldito cuello?
(Risas)
Me adentré en la ciudad de Abu Ghosh,
y compré una caja de delicias turcas:
pistachos confitados en
agua de rosas. Mejor.
En la autopista 1, imaginaba
lo que me esperaba.
Abed me abrazaría. Abed me escupiría
Abed diría, "Te pido perdón".
Entonces comencé a preguntarme,
como lo hice muchas veces antes,
cómo hubiera sido
de diferente mi vida
si ese hombre no me hubiera herido,
alimentando mis genes con
una experiencia diferente.
¿Quién era yo?
¿Era yo el mismo de
antes del accidente,
antes de que esta carretera dividiera
mi vida como el lomo de un libro abierto?
¿Era lo que había hecho para mí?
¿Somos todos el resultado de lo hecho
para nosotros, hecho por nosotros,
la infidelidad de
un padre o cónyuge,
dinero heredado?
¿Somos en lugar de nuestros cuerpos,
sus dotes y déficits innatos?
Parecía que no podríamos ser nada
más que los genes y la experiencia,
pero, ¿cómo separar el uno del otro?
Como Yeats planteó esa
misma pregunta universal,
"Oh cuerpo mecido por la música,
oh brillo de la mirada,
¿cómo podemos distinguir
al danzante de la danza?"
Yo había estado
conduciendo por una hora
cuando miré en mi espejo retrovisor
y vi mi propio brillo en mi mirada.
La luz que mis ojos habían llevado
desde que habían sido azules.
Las predisposiciones e impulsos
que me habían propulsado
cuando niño a tratar de deslizar
un barco en un lago de Chicago,
me había impulsado
de adolescente
para saltar en la salvaje bahía de
Cape Cod después de un huracán.
Pero también vi en mi reflejo
que si Abed no me hubiera herido,
ahora, con toda probabilidad,
sería un médico
y un marido y un padre.
Sería menos consciente
del tiempo y de la muerte,
y, ah, yo no estaría
discapacitado,
no habría sufrido los miles de
golpes y dardos de mi fortuna.
La frecuente torsión de los cinco
dedos, los dientes astillados
de morder tantas cosas
una mano solitaria
que no se puede abrir.
El danzante y la danza estaban
irremediablemente entrelazados.
Eran casi las 11
cuando salí a la derecha
hacia Afula y pasé una gran cantera
y llegué pronto a Kfar Kara.
Sentí una punzada de nervios.
Pero Chopin en la radio,
siete bellas mazurcas,
y entré a una gasolinera
a escuchar y calmarme.
Me habían dicho que
en una ciudad árabe,
solo es necesario mencionar
el nombre de un local
y lo reconocerían.
Yo hablaba de Abed y de mí,
dejando claro que estaba allí en paz,
a la gente en esa ciudad,
cuando conocí a Mohamed fuera
de una oficina de correos al mediodía.
Él me escuchó.
Saben, era de lo más a menudo
cuando platicaba con la gente
que me preguntaba hasta donde
llego yo y comienza mi invalidez,
porque mucha gente me cuenta
lo que a nadie más le dice.
Muchos lloraron.
Y un día, después de que una mujer
que conocí en la calle hizo lo mismo
y luego le pregunté por qué,
me dijo que, mejor que
sus palabras, sus lágrimas
habían tenido algo que ver
con que soy feliz y fuerte,
pero vulnerable también.
Escuché sus palabras.
Supongo que eran ciertas.
Era yo,
pero ahora era yo
a pesar de la cojera,
y que, supongo, fue lo que
me hizo ser yo mismo.
De todos modos,
Mohamed me dijo
lo que tal vez no habría
dicho a otro extranjero.
Me llevó a una casa de
estuco crema y luego bajó.
Y mientras estaba sentado
pensando qué decir,
una mujer se acercó en
un chal negro y traje negro.
Bajé de mi coche y dije "Shalom",
y me identifiqué,
y ella me dijo que su marido Abed
regresaría del trabajo en 4 horas.
Su hebreo no era bueno,
y más tarde confesó
que pensó que yo había ido
a instalar el Internet.
(Risas)
Me retiré y volví a las 4:30,
agradecido del minarete arriba del camino
que me ayudó a encontrar
mi camino de regreso.
Y cuando me acerqué a la puerta,
Abed me vio, mis jeans
y franela y bastón,
y vi a Abed, un hombre de aspecto
promedio de tamaño medio.
Vestía de negro y blanco:
chinelas sobre calcetines,
en pantalones de
sudadera, un suéter,
una gorra de esquí a
rayas sobre su frente.
Él había estado esperándome.
Mohamed había telefoneado.
Y al mismo tiempo,
nos dimos la mano y sonrió,
y le di mi regalo,
y él me dijo que yo era
un invitado en su casa,
y nos sentamos uno al lado
del otro en un sofá de tela.
Fue entonces que Abed
reanudó de una vez
el cuento de la aflicción que
había empezado por teléfono
16 años antes.
Había tenido una cirugía
reciente en los ojos, dijo.
También tuvo problemas
con su costado y sus piernas
y, ah, que había perdido
sus dientes en el accidente.
¿Querría verle quitárselos?
Abed entonces se levantó
y encendió la TV
para que no estuviera solo
en la habitación cuando él salió
y regresó con polaroids del accidente
y su vieja licencia.
"Yo era guapo", dijo.
Miramos hacia la barbilla laminada.
Abed había sido menos
apuesto que fuerte,
con el pelo negro grueso y
cara redonda y un cuello ancho.
Fue este joven quien
el 16 de mayo de 1990,
había roto dos cuellos, incluido el mío,
y un hematoma del cerebro
y tomado una vida.
21 años más tarde, estaba ahora
más delgado que su esposa,
la piel del rostro holgada,
y mirando a Abed
mirándose joven,
recordé mirando esa
fotografía mía de joven
después del accidente
y reconocí su anhelo.
"El accidente cambió
nuestras vidas", dije.
Abed entonces me mostró
una foto de su camión destrozado,
y dijo que el accidente fue culpa
de un conductor de autobús
en el carril izquierdo
que no le dejaba pasar.
No quería volver a reconstruir
el accidente con Abed.
Esperaba algo más simple:
intercambiar un postre turco por
dos palabras y seguir mi camino.
Y por lo tanto no señalé
que en su propio testimonio
la mañana después del accidente,
Abed ni siquiera mencionó
al conductor del autobús.
No, me quedé callado. Me quedé callado
porque no había venido por la verdad.
Había venido por remordimiento.
Así que ahora fui
buscando remordimiento
y lanzó la verdad
debajo del autobús.
"Entiendo", dije, "que
el accidente no fue su culpa,
pero, ¿no le entristece
que otros sufrieran?"
Abed pronunció
tres palabras rápido.
"Sí, he sufrido".
Abed luego me dijo
por qué él había sufrido.
Había vivido una vida profana
antes del accidente,
así que Dios había
ordenado el accidente,
pero ahora, dijo, él era una persona
religiosa, y Dios estaba complacido.
Fue entonces cuando intervino Dios:
noticias en la TV de un accidente
automovilístico horas antes
había matado a tres
personas en el norte.
Mirábamos los restos.
"Extraño", dije.
"Extraño", concordó.
Tuve la idea de que
allí, en la ruta 804,
había delincuentes y víctimas,
díadas unidas por un accidente.
Algunos, como Abed,
olvidarían la fecha.
Algunos, como yo,
la recordarían.
El reporte terminó y Abed habló.
"Es una lástima", dijo,
"que la policía
en este país no sea lo suficientemente
firme con los malos conductores".
Yo estaba desconcertado.
Abed había dicho algo notable.
¿Se daba cuenta el grado al
cual él se absolvía del accidente?
¿Era evidencia de culpabilidad,
la afirmación de
que él debería haber sido
puesto lejos más tiempo?
Apenas había cumplido 6 meses de prisión,
perdió su licencia de carro por una década.
Olvidé mi discreción.
"Eh, Abed," dije,
"Pensé que tenía algunos problemas
de manejo antes del accidente".
"Bueno," dijo: "Fui una vez
a 60 en una de 40".
Y las 27 violaciones,
saltarse una luz roja, conducir
con exceso de velocidad,
conducir en el lado
equivocado de una barrera,
y finalmente, pisar
los frenos en ese descenso,
reducidas a una sola.
Y fue entonces que comprendí que
no importa que tan cruda sea la realidad,
el ser humano se encaja en
una narración que le sea aceptable.
El criminal se convierte en el héroe.
El perpetrador se convierte en la víctima.
Fue entonces que comprendí que
Abed nunca pediría disculpas.
Abed y yo sentados
con nuestro café.
Habíamos pasado 90 minutos juntos,
y ahora ya lo conocía.
No era un hombre
particularmente malo
o un hombre
particularmente bueno.
Era un hombre limitado
que se esforzó por
ser amable conmigo.
Con un gesto a
la costumbre judía,
me dijo que yo debía vivir
hasta los 120 años de edad.
Pero me fue difícil
relacionarme con quien
se lavaba completamente las manos
de su propio hacer calamitoso,
con alguien cuya vida estaba
tan poco examinada que dijo
que pensó que dos personas
habían muerto en el accidente.
Había mucho que
quería decirle a Abed.
Quería decirle que
si reconocía mi discapacidad
sería bueno,
porque la gente se equivoca
cuando se sorprenden
con aquellos como yo
que sonríen en su cojera.
Las personas no saben
que han vivido mal,
que los problemas del corazón golpean con
mayor fuerza que un camión fuera de control,
que los problemas de la mente
son mayores todavía,
más perjudiciales, que
un centenar de cuellos rotos.
Quería decirle que lo que más
hace que seamos lo que somos
más que todo
no es nuestra mente
ni nuestros cuerpos
y no es lo qué nos pasa,
sino cómo respondemos
a lo que nos pasa.
"Esta," escribió
el psiquiatra Viktor Frankl,
"es la última de
las libertades humanas:
elegir la actitud de uno ante
cualquier conjunto de circunstancias".
Quería decirle que
no solo paralizó
y los paralizados deben evolucionar,
reconciliarse con la realidad
pero que todos tenemos,
el envejecimiento y la ansiedad
y los divorcios y la calvicie
y la quiebra y todo el mundo.
Quería decirle que
uno no tiene que decir
que una cosa mala es buena,
que un accidente es cosa de Dios
y por lo tanto un accidente es bueno,
un cuello roto es bueno.
Se puede decir que
algo malo es una mierda,
pero que este mundo natural
tiene todavía muchas glorias.
Quería decirle que, al final,
nuestro mandato es claro:
Tenemos que sobreponernos
a la mala suerte.
Tenemos que estar en el bien
y disfrutar de lo bueno,
estudiar y trabajar y tener aventura
y amistad —oh, amistad—
y comunidad y amor.
Pero más que nada,
quería decirle
lo que Herman Melville escribió,
que "para disfrutar
realmente del calor corporal,
una parte pequeña
debe estar fría,
porque en este mundo
no hay calidad
que no sea lo que es,
si no fuera por el contraste.
Sí, contraste.
Si eres consciente de
lo que no tienes,
serás verdaderamente
consciente de lo que tienes,
y si los dioses son amables, realmente
se puede disfrutar lo que tienes.
Es un don singular
que puedes recibir
si sufres de alguna manera existencial.
Sabes de la muerte, y así
puedes despertar cada mañana
lleno de vida palpitante para vivir
Una parte de Uds. está fría,
así que otra parte puede disfrutar
realmente de lo que es la calidez
o incluso estar fría.
Cuando una mañana,
años después del accidente,
pisé una piedra y la parte
inferior de mi pie izquierdo
sintió la onda de frío,
los nervios al fin despiertos,
fue emocionante,
una ráfaga de nieve.
Pero no le dije
estas cosas a Abed.
Solo le dije que había matado
a un hombre, no dos.
Le di el nombre de aquel hombre.
Y luego le dije: "Adiós".
Gracias.
(Aplausos)
Muchas gracias.
(Aplausos)