Con sus esquemas descabellados
y tratos estúpidos con los dioses,
el rey Midas gobernó el antiguo reino
de Frigia de forma desigual.
Era conocido en la mitología griega
como un gobernador deshonesto
cuyas payasadas desconcertaron
a su gente y distrajeron a los dioses.
Midas pasó sus días
en un estupor de esplendor,
mimándose a sí, y a su amada hija y en
festines atiborrándose de comida y vino.
Como era de esperar,
sintió una afinidad con Dioniso,
dios del vino, el carnaval
y el espectáculo.
Un día Midas descubrió un sátiro
dormitando en su jardín de rosas y
bebiendo más que el aroma de las flores.
Midas reconoció al sátiro como
uno de los seguidores de Dioniso
y permitió que siguiera alimentando
su resaca en el palacio.
Satisfecho con la hospitalidad del rey,
Dioniso se ofreció a concederle un deseo.
Midas echó un vistazo
codicioso a su entorno.
A pesar del lujo en el que vivía,
ninguna cantidad de
joyas preciosas, seda fina
o decoración espléndida
le parecía suficiente.
Su vida, pensó, carecía de brillo;
lo que necesitaba era más oro.
El dios envió el poder para convertir
cualquier cosa que el rey tocara en oro
surgiendo a través de Midas.
Extasiado, se volvió hacia sus posesiones.
En su toque más ligero,
las paredes del palacio se transformaban,
en estatuas de piedra brillantes
y las copas brillaban.
Iba por su casa en un frenesí,
tocando cada cosa para que
tuvieran un brillo lustroso.
Pronto el palacio era todo de oro,
y la risa delirante de Midas
resonó en las paredes.
Agotado y hambriento por su ataque,
Midas tomó un racimo de uvas
de su tazón de frutas recién dorado.
Pero casi se destrozó sus dientes,
porque la fruta se había convertido
en metal en su boca.
Cuando recogió una barra de pan,
las migas se endurecieron en su mano.
Arrojándose a su cama con frustración,
Midas vio que sus almohadas de felpa
se habían transformado en oro sólido.
Al escuchar sus gritos de frustración,
su hija entró en la habitación.
Pero cuando Midas se acercó a ella,
vio con horror que la había congelado
en una estatua dorada.
Horrorizado por lo que había hecho,
Midas suplicó a los dioses
que lo liberaran de su poder.
Teniendo piedad del rey tonto,
Dioniso dijo a Midas que se lavara
las manos en el río Pactolus.
Cuando Midas llegó al río, el oro
se le escapó de la punta de los dedos.
Midas regresó a casa y
encontró a su hija viva
y su palacio volvió
a la normalidad, y se regocijó.
Uno podría pensar que
había aprendido la lección,
pero solo unas semanas más tarde,
Midas cometió de nuevo un error,
insultando a la música y al dios sol Apolo
al decir que Pan era mejor músico.
Apolo desdeñosamente declaró que
el rey debía tener orejas de asno
por cometer tal error de juicio, y
le transformó a Midas las orejas.
Una vez más lamentando su comportamiento,
Midas mantuvo sus orejas peludas
escondidas en público.
Solo las veía su barbero,
quien juró guardar el secreto
durante una sesión de aseo muy incómoda.
El barbero sofocó su risa y
luchó contra el deseo de contarlo.
Sin embargo, el secreto lo consumió.
Un día, salió de la ciudad y
cavó un hoyo en el suelo.
Hundiendo su cabeza en la tierra,
el desesperado barbero susurró:
"Midas tiene orejas de asno".
Poco después, surgió un grupo de cañas
en el lugar donde el barbero
había enterrado sus palabras.
Cuando soplaba el viento, llevaba el eco
de su susurro a través de la brisa:
"Midas tiene orejas de asno".
Al sonido, los burros en el campo
levantaron sus cabezas en reconocimiento
y la gente se reía de
las locuras de su rey.
Con su toque dorado y sus orejas de asno,
Midas no era el gobernante más respetado.
Y donde otros líderes fueron honrados
con estatuas y templos,
su gente lo recordaba un poco diferente:
por las profundidades del río brillante
y por el susurro del viento frigio.