Buenas tardes. La fotografía me ha llevado a trabajar por más de 100 países, pero hoy querría comenzar con el primer viaje que hice fuera de EE. UU. Por entonces, era una joven fotógrafa de National Geographic, y me enviaron a Namibia, en el sudoeste asiático, un país desértico muy grande, bellísimo. En aquel momento, había pocas rutas, y de hecho siguen siendo pocas, y muy pocos pueblos. Los aldeanos estaban dispersos en unidades tribales en el país. Nosotros estábamos tras la remota tribu nómada de los himba. Usamos un vehículo especial, fuimos por la costa de los Esqueletos y tardamos tres días en llegar tierra adentro. Las primeras personas que vimos fueron tres mujeres y dos niños que estaban en un barranco. Cuando me fui acercando, miraron con extrañeza a esta rara criatura que iba hacia ellos. En aquella época, la única manera de tomar una foto instantánea era con una cámara Polaroid. Así que saqué mi Polaroid... ellos no tenían idea de lo que hacía. Y les tomé una foto, que salió muy bien. Les di ese pequeño papel, pero seguían sin entender qué les estaba dando. Pero cuando la foto salió de la Polaroid, las mujeres se tiraron al suelo y empezaron a reírse. Sin saber una palabra en su idioma, me di cuenta de que decían: "¡Eres tú!", ¡No!", "¡Sí, eres tú!", "¿En serio?". En ese instante, caí en la cuenta de que nunca se habían visto la cara. Vivían en un lugar totalmente desértico, sin superficies de reflejo. El mundo de ellas era radicalmente distinto al mío. Les mostraré una foto para que las conozcan. Está claro por qué me tenían un poco de miedo. (Risas) Hay que admitir que parezco un bicho. (Risas) Lo que me gusta de esta foto es que parecemos dos amigas que están charlando, ¿verdad? Y así es como lo viví. Yo estaba comenzando a transitar lo que sería el viaje de mi vida, que me hizo entender lo extraordinarias que son las mujeres, y que, aun cuando las vemos como víctimas, son, en realidad, heroínas y sobrevivientes. Hacíamos mímica para comunicarnos, y el primer gesto que ellas me hicieron fue levantarse un pecho y señalarse la boca. En ese momento, había una terrible sequía, y lo que más las inquietaba era saber si yo tenía alguna magia para ayudar a alimentar a sus bebés, porque estaban preocupadas por su alimentación. Eso hacen las mujeres. Vivían en el desierto más bello del mundo, un lugar increíble. Pero ¿cómo harían para alimentarse a sí mismas y a sus niños? Estas mujeres tenían el conocimiento, la fortaleza y la creatividad como para encontrar agua y ofrecerme un té. Vivían en contacto estrecho con los animales, a los cuales les tenían un inmenso respeto. Hay una palabra que seguramente no existe en su idioma: "desechos". Cuando mataban a un animal, aprovechaban hasta la última célula de ese animal, para su propio sustento y el de sus familias. Yo conocí a otra mujer maravillosa: mi madre. Ella sabía muy bien cuando había una injusticia. Les daré un ejemplo. Mi madre era una bonita chica de barrio, católica, del Medio Oeste de EE. UU. Nació el día en que Charles Lindbergh cruzó el Atlántico en su avión. A ella le encantaban los vuelos. Sentía que tenía derecho a volar por conocer esa historia. Cuando se hizo mayor, intentó conseguir un puesto como azafata. Esto fue en la época en que Pan Am existía y las azafatas debían pesarse antes de cada vuelo. El asunto es que mi mamá, igual que yo, no veía bien y siempre usó anteojos. Fue rechazada de inmediato y le dijeron: "Las chicas con anteojos... No lo tome de manera personal. Es una cuestión de seguridad. Imagine que en una emergencia, podrían caérsele los anteojos". Entonces ella, con esa maravillosa manera en que las mujeres resuelven las cosas, se convirtió en piloto. (Risas) (Aplausos) Mi madre también me inculcó, a mí y a mis hermanos, y a su nieta que está hoy entre la audiencia, una profunda pasión por lo que fuéramos a hacer. Les daré un ejemplo. Una vez, me invitaron a tomar fotografías en una estancia muy alejada, en el oeste de Nebraska. Quedaba tan lejos de cualquier alojamiento que me invitaron a dormir en la estancia. Un gesto muy amable, por cierto. Al día siguiente, me despertó la extraordinaria luz que entraba por la ventana. La escena que se me presentó fue la del sol a punto de asomar, unas increíbles nubes en el cielo y los caballos pastando en el campo. Tomé la cámara, salí y saqué una foto tras otra. Un caballo se me acercó, y cuando terminé la sesión me dije: "¡Genial!". En ese momento, me doy la vuelta y me encuentro con tres o cuatro vaqueros reclinados contra la valla, mirando a la alocada joven de National Geographic. Fue allí cuando caí en la cuenta de que estaba en camiseta y ropa interior. (Risas) Lo cierto es que cuento esta anécdota porque lo que veo en la mujeres de distintas partes del mundo es una pasión tan grande que las hace olvidar de ponerse los pantalones. Es lo que deseo para Uds. también. (Risas) (Aplausos) Todo lo que vi en el Medio Oeste fue testimonio de las culturas que fui fotografiando. Estuve en contacto con gente real, y eso es lo que tratamos de hacer en National Geographic: estar con gente real en distintos lugares. Y noté, con ternura, que nuestra cultura es tan interesante como cualquier cultura del planeta. Esta es una clase de graduación de la secundaria en Dakota del Norte. (Risas) Así que, de alguna manera, mis primeros días estuvieron marcados por la calidez y la comprensión de la gente normal. También tomé fotografías de la vida silvestre. Esta experiencia me hizo recordar que nosotros también somos animales. Y cuando uno fotografía la vida silvestre, hay que someterse a sus reglas, o de lo contrario, los animales huyen. Esto me ayudó a entender que cuando fotografiamos a los humanos, deberían aplicar las mismas reglas. Cuando viajamos y visitamos otras culturas, no debemos usar los juicios personales, ni nociones preconcebidas, ni intereses. No debemos hacer ruido. Debemos respetar el hecho de que somos invitados en ese mundo. Y eso me ayudó muchísimo. Pues bien, fue bendecida primero con Lily, que estuvo en 13 países antes de nacer, y luego con Charlie, mi hijo. Yo llevaba a ambos en mis viajes. Quise hacer esa prueba. Ellos me ayudaron a ver el mundo, y en particular a las mujeres, de una manera distinta. Siendo madre yo misma, y por muy rara que podía parecerle a otra cultura, en cuanto veían que era madre, se creaba un vínculo. Viajé con mis hijos por todos los continentes, excepto Antártida, y vimos cosas increíbles. En esas circunstancias, los chicos se acomodaban donde fuere, pues nunca dormíamos en hoteles ni alojamientos. Experimentaban un mundo que muy pocos niños de EE. UU., o de cualquier otro país, tenían la posibilidad de ver. Una vez fuimos a Medio Oriente, cuando eran aún niños. Trabajamos allí unos cinco años, yendo y viniendo. Fue entonces cuando realmente creció mi interés por las mujeres. Fue muy conmovedor trabajar con mujeres árabes. En la imagen vemos a una beduina. Estas mujeres era sobrevivientes, pues, en general, vivían en circunstancias muy difíciles, pero eran listas, graciosas, alegres y luchadoras, por ellas mismas y por sus hijos. Y estar en compañía de estas mujeres, me hizo ver qué es realmente lo que hace girar al mundo. Porque en la cultura de ellas, las mujeres hacen todo, y lo hacen muy bien. Simultáneamente a esta experiencia con estas mujeres árabes, empecé a trabajar con organizaciones benéficas en todo el mundo. En esa tarea, vi que los programas más exitosos, los mejores, eran los que afectaban a las mujeres. Las mujeres, por naturaleza, primero velan por sus hijos, su comunidad, sus pares, cuidan de sus padres, y cada vez me quedaba más claro, --eso era en Ruanda, y esto es Haití-- es que cualquier país que excluye a la mitad de su población está destinada al fracaso. No hay posibilidad de éxito cuando se impide a la mitad de la gente hacer su contribución y progresar. Y los programas que reivindican a estas mujeres son la mejor inversión. Este fue un día en el que estuve a punto de irme, muy desilusionada. Estaba en un campo de refugiados en el norte de Kenia. Allí vi a una mujer somalí con su bebé enfermo en medio de ese campo de refugiados con 70 mil personas, muchas de las cuales llevaban una década viviendo allí. Tomé esta foto y pensé: "¿Qué estoy haciendo? No tengo manera de ayudarla". Dos años después, estando en Richmond, Virginia, en la oficina del coordinador de refugiados, vi una foto, sacada del calendario y puesta en la pared. Dije: "Ah, conozco esa foto". El coordinador me dijo: "Sí, y esa mujer está muy bien". Lo miré, y con gran asombro, le dije: "¿La conoces?". Me contestó: "Claro que sí. Trabaja en Kentucky Fried Chicken, su esposo en MOM, y los niños están bien". Y allí pensé: "Dios mío, no podemos renunciar a la esperanza". Yo no la saqué de ese campo de refugiados, sino este maravilloso programa. Hay que trabajar en conjunto, y cada uno debe colaborar. Luego leí una estadística que me impresionó mucho y confirmó lo que yo había visto: cuando las mujeres tienen su propio ingreso, reinvierten el 90 % en sus familias, a diferencia del 30 o 40 % en el caso de los hombres. Pero este es el problema: por cada dólar ganado, las mujeres y las niñas reciben dos centavos, o menos. Y nosotros debemos cambiar eso. Esa es mi misión. Entonces llamé a mis amigas, algunas de las mejores fotógrafas del mundo, y les dije: "Aprendamos de las mujeres con las que hemos estado, trabajemos todas juntas y cubramos los programas que empoderan a las mujeres, que no las ven como víctimas sino como victimizadas, para que tengan la oportunidad de tomar las riendas de su vida y mejorar la vida de sus hijas". Mis amigas aceptaron de inmediato, y empezamos a trabajar en conjunto. Nuestro grupo se llama "Ripple Effect Images". Documentamos los programas que funcionan. El agua es uno de los elementos que limita la vida de mujeres y niñas. En las zonas donde trabajamos, ellas caminaban 11 horas por día para conseguir agua de pésima calidad. Imaginen las consecuencias que eso puede tener el organismo y el impacto que puede causar en sus potenciales. A través de estas organizaciones, ellas aprendieron a construir pozos de agua o cisternas para resolver el problema del agua. Y de pronto, las hijas empiezan a ir a la escuela. Es lo primero que hacen las mujeres: si tienen la oportunidad, quieren que sus hijos tengan educación. Y la cantidad de niñas que van a la escuela es impresionante. Una niña que va a la escuela seguramente se casará cuatro años después, o más, que si no se escolarizara, y tendrá 2,2 hijos menos. Imaginen lo que eso significa para ellas y para el planeta. Y observar a esos niños es bellísimo. Si a una mujer se le enseñan las pautas básicas para controlar la salud de sus niños, las herramientas básicas de control, créanme que lo harán. Ella, a su vez, se lo enseñará a sus pares y todas se ayudarán a controlar y cuidar la salud de sus niños. En estos programas, la simple higiene es algo que no conocen. En esta situación... --esta foto es de Vietnam-- me quedaba muy claro que las madres aprendían tanto como sus niños en el jardín de infantes. Si a una mujer se le dice que las habas son más sanas que el maíz, si se le enseña a hacer riego por goteo cuando el cambio climático le ha retaceado la disponibilidad de agua, escuchará con atención y lo hará. Hemos olvidado que, en gran parte del mundo, las que trabajan la tierra son las mujeres. Otro hecho: cada 15 segundos, alguien muere de problemas respiratorios por mala combustión en la cocina. Es el doble de muertes causadas por la malaria. Todos sabemos de la malaria, pero los programas que permiten el acceso de las mujeres a cocinas seguras no solo resuelven ese problema, sino que además usan un décimo del combustible, y nada de querosén tóxico. Son mujeres y niños quienes están cerca de esos fuegos para cocción, así que esto les cambia la vida. Este es un programa de India que me encantaba. Allí creen que la mujer no necesitan completar sus estudios para aprender un oficio. Y una de las cosas que se les enseña a las mujeres es a ser ingenieras solares en zonas del norte de India donde no hay electricidad. Aquí vemos a una mujer en su examen final. Construyó 50 lámparas solares y le dieron una rota para evaluar si la podía reparar. La mujer aprobó el examen. La enviaron a su aldea con las 50 lámparas solares que había construido, y observen su gestualidad. (Risas) Trae la luz para todas, y los elementos para construir 50 lámparas más. ¡Observen a las otras mujeres! Porque este regalo les cambiará la vida de muchas maneras. También estuve allí con mujeres que trabajan en minas de sal. Este duro trabajo suele ser realizado por chicas. Debe hacerse durante el día, por eso no pueden ir a la escuela. Es un esfuerzo físico enorme. Pero al terminar la jornada, cuando terminábamos de filmar, volvían a su casa y, sin que yo lo notara, tenían una lámpara solar que habían dejado cargando todo el día en el sol, y se iban a una escuela nocturna. En este programa, 70 mil jóvenes van a la escuela nocturna porque no pueden ir durante el día. Esta mujer, sin un solo día de educación formal, aprendió a manejar una planta solar desalinizadora para su comunidad. ¿Verdad que es genial? Ahora todas sus compañeras tienen acceso a agua limpia a un paso de allí, en una zona que tiene semejante problema de salinidad. Otro programa que me gusta mucho, y que engloba lo que se debe hacer con los programas para las mujeres, es uno que no solo les enseña a crear sino también a comerciar, a tomar el control de su vida económica. En este programa, las mujeres se dedican al cultivo y, en lugar de usar un intermediario que se queda con las ganancias, lo llevan a una cooperativa. Otras mujeres clasifican y pesan lo cultivado. Esta es la agricultora con su sari multicolor sentada con la mujer que toma registro del peso y la calidad. Mientras tanto, afuera está el intermediario, y ella habla desde su móvil con gente del mercado para saber cuál es el precio del momento de ese grano y lo vende por un par de rupias menos. Regresa y... ¡hurra! ¡Están fascinadas! Eso es empoderamiento. Esto es lo que queremos que estas mujeres logren. Voy a terminar en Pakistán, porque allí tuve una experiencia sumamente conmovedora. Estaba en Sindh, una zona muy remota de Pakistán, donde las aldeas están muy alejadas. Viajamos cuatro horas en auto por un camino secundario en el desierto y llegamos a esta aldea, donde la gente era muy amable, y donde la ONG había resuelto el problema del agua. Sabíamos que no volveríamos a la civilización esa noche y que dormiríamos en el desierto. Nos invitaron a quedarnos, les agradecimos, y nos ofrecieron sus dos mejores camas y sus dos mejores sábanas, o más bien mantas. Las mujeres nos hicieron una sopa y los niños nos observaban comer desde la cuna. Cuando anocheció y se hizo la hora de dormir, nos preguntaron si queríamos escuchar música, y aceptamos encantados. Entonces, seis u ocho ancianos tomaron sus instrumentos hechos a mano y tocaron música hasta que nos dormimos. Y debo decir algo. Este es el milagro del mundo, por el cual estoy sumamente agradecida: la gente que no tiene nada lo da todo. Yo fui quien recibió todo eso y, créanme, jamás oyeron sobre National Geographic. Soy tan solo un ser humano, solo una mujer más, y estoy decidida a devolverles lo que me han dado. Muchas gracias. (Aplausos)