(Aplausos) Quiero compartir un secretito, que espero deje de serlo al final de la charla. Soy auténtica, loca y profundamente apasionada del cerebro humano. La ciencia nos ha enseñado que nuestro cerebro nos forma, que nos hace únicos. Si pensamos en nuestro cerebro, tiene 200 000 millones de neuronas. Piensen en la población mundial: es de apenas 7000 millones. Tenemos cientos de billones de conexiones en nuestro cerebro. Si imaginamos todas las estrellas de la Vía Láctea, tenemos más conexiones en nuestros cerebros que todas las estrellas juntas. Así, este órgano increíblemente complejo que llevamos a todos lados, sí forma quienes somos. Es el filtro de nuestras percepciones y el entendimiento de nosotros mismos, de los otros, del mundo y de nuestro lugar en el mundo. Y increíblemente asombroso, es que no hay dos cerebros exactamente iguales. Si miran a la persona a su lado y notan todas las diferencias físicas entre ustedes: la forma de la nariz, el color de los ojos, la altura, hay más diferencias entre sus dos cerebros que todas las diferencias físicas combinadas. Así que nuestro cerebros nos hacen únicos. Hoy les voy a compartir mi historia, de cómo llegué a aprender que no solo nuestro cerebro nos forma sino que en realidad nosotros formamos nuestro cerebro. Mi historia empezó en primer grado, cuando identificaron que tenía un bloqueo mental. Me dijeron que tenía un defecto. Me dijeron que nunca aprendería como los otros niños. Y, de verdad, el mensaje en su momento fue fuerte y claro. Me dijeron que tenía que aprender a vivir con esas limitaciones. Esto era 1957, la época de un cerebro inmutable. La infancia fue una lucha profunda para mí. No podía decir la hora, no podía entender la relación entre las manecillas de la hora y el minutero del reloj. No podía entender el lenguaje. Casi todo lo que leía u oía era ininteligible, era farfullo. Podía entender cosas concretas, si alguien me decía: "El hombre viste un saco negro", podía imaginármelo y podía entenderlo. Lo que no podía entender eran conceptos, ideas o relaciones, así que muchas cosas eran confusas. Sopesaba, ¿cómo mi tía también es hermana de mi mamá y qué significa en realidad la fracción 1/4? Cualquier tipo de abstracción me resultaba difícil, ironía o bromas, eran imposibles. Así que aprendí a reír cuando otros lo hacían. Causa y efecto, no existían en mi mundo. No había razones detrás del porqué las cosas pasan. Mi mundo era una serie de piezas sueltas, de fragmentos sin relación. Con el tiempo, mi visión fragmentada del mundo, terminó ocasionando una sensación fragmentada de mí misma. Y había más: todo este lado izquierdo de mi cuerpo era como un alienígeno desconectado de mí. Mi lado izquierdo se pegaba y tropezaba con las cosas. Si tomaba algo con la zurda, lo tiraba, si ponía la zurda en el quemador, sentía dolor, pero sin idea de dónde venía. Era un auténtico peligro hacia mí misma. Mi madre estaba convencida de que moriría a los 5 años. Además, si eso no era suficiente, tenía un problema con el espacio. No podía imaginar el espacio tridimensional. No podía crear mapas en mi cabeza. Seguido me perdía, incluso en casa de amigos. Cruzar la calle infundía terror. No podía juzgar cuán lejos estaba un auto. La geometría era una pesadilla. Sentía enorme vergüenza. Sentía que algo estaba terriblemente mal conmigo. En mi mente infantil, cuando había oído ese diagnóstico de tener un bloqueo mental, de hecho pensé que tenía un cubo de madera en mi cabeza que hacía difícil aprender. No tenía ningún pedazo de madera en mi cabeza, pero no estaba tan errada. Tenía obstrucciones, como supe después, en varias partes críticas de mi cerebro. Intenté todos las propuestas tradicionales, todas relacionadas con compensación y con trabajar en torno al problema encontrando una fortaleza que ayudara a una debilidad; pero no trataban de abordar el origen del problema. Requirió de un esfuerzo heroico que me condujo a resultados limitados. Entonces en 8° choqué con la pared. No podía imaginar cómo podría ir a la secundaria y lidiar con un plan de estudios más complejo. La única opción que pude ver fue terminar con mi vida. Así que decidí terminar con el dolor. Y a la mañana siguiente, cuando desperté después de mi fallido intento de suicidio, me regañé porque ni siquiera eso pude hacer bien. Pese a todo, seguí. Lo que en parte me hizo continuar fue una actitud que aprendí de mi padre. Fue un inventor, apasionado del proceso creativo. Me enseñó que si había un problema sin solución, uno tenía que crear la solución. Lo otro que me enseñó fue que antes de poder solucionar un problema, se tiene que identificar su origen. Seguí en mi pesquisa y pasé a estudiar psicología para tratar de entender qué estaba mal conmigo, cuál era el origen de mi problema. Entonces en el verano de 1977, algo alteró mi vida por completo. Conocía a una mente como la mía. Un soldado ruso, Lev Zasetsky. Siendo la única diferencia, que su mente había sido modelada por una bala y la mía había sido así desde el nacimiento. Conocí a Zasestky en el libro: 'Mundo perdido y recuperado: Historia de una lesión', escrito por el brillante neuropsicólogo ruso, Alexander Luria. Al leer la historia de Zasetsky, no podía decir la hora, describía que la vida era una densa neblina todo lo que tenía eran fragmentos, pedazos. Este hombre estaba viviendo mi vida. Entonces, a los 25 años, en 1977, supe el origen de mi problema. Era una parte de mi cerebro en el hemisferio izquierdo que no funcionaba. Luego me encontré con el trabajo de Mark Rosenzweig que me mostró una solución. Rosenzweig había trabajado con ratas y hallado que las ratas en un ambiente estimulante y enriquecedor aprendían mejor. Entonces observó sus cerebros: habían cambiado fisiológicamente para favorecer ese aprendizaje. Esto era la neuroplasticidad en acción. La neuroplasticidad, dicho en breve, es la habilidad del cerebro de cambiar, fisiológica y funcionalmente como resultado de la estimulación. Ahora sabía qué tenía que hacer. Tenía que encontrar la forma de ejercitar mi cerebro, fortalecer esas partes débiles. Ese fue el principio de mi transformación y del trabajo de mi vida. Tenía que creer que los humanos debemos tener al menos tanta plasticidad si no más, que las ratas. Así que me puse a crear mi primer ejercicio. Usé relojes porque son una forma de relación y nunca había podido decir la hora. Empecé con el reloj de dos manecillas para forzar a mi cerebro a procesar relaciones, y luego le sume una tercera manecilla, una cuarta, porque quería que mi cerebro trabajara más y más arduo para juntar conceptos y entender su conexión. Como a los 3 o 4 meses, sabía que algo significativo había ocurrido. Siempre había querido leer filosofía y nunca había podido entenderla. Y pasaba que tenía acceso a una biblioteca de filosofía. Entré y saqué un libro del anaquel lo abrí al azar en una página, leí la página y entendí lo que estaba leyendo. Esto nunca había ocurrido en toda mi vida. Entonces pensé que quizá fue casualidad o el libro era sencillo. Así saqué otro libro, lo abrí, lo leí y lo entendí. Para cuando terminé, estaba rodeada de una pila de cientos de libros cuyas páginas pude leer y entender. Sabía que algo había cambiado. (Aplausos) Gracias. Mi experimento había funcionado. El cerebro humano es capaz de cambiar. Entonces decidí crear un ejercicio para esa parte alienígena de mi cuerpo y para eso sabía que tenía que trabajar un área del hemisferio derecho. la corteza somatosensorial que registra las sensaciones. Concebí un ejercicio para eso y dejé de ser un peligro para mí misma. Luego decidí ver lo del problema espacial, porque estaba harta de perderme. Entonces concebí otro ejercicio para eso. Ya no me pierdo y de hecho puedo leer mapas... el GPS no me gusta, porque quiero leer mapas, ahora que puedo. (Risas) Entonces sabía ahora que el cerebro puede cambiar. Era prueba viviente de la neuroplasticidad del cerebro. Lo que en verdad me rompe el alma, es que sigo conociendo gente, niños, personas, que están luchando con problemas de aprendizaje, y todavía les dicen lo que a mí me dijeron en 1957, que deben aprender a vivir con sus limitaciones, no se atreven a soñar. Lo que aprendí desde 1977 cuando conocí a Zasetsky, Luria y Rosenzweig, es que sí, nuestro cerebro nos forma, impacta cómo nos relacionamos, participamos y estamos en el mundo y cada uno de nosotros tenemos nuestro propio perfil único de fortalezas y debilidades cognitivas. Y que si hay una limitación, no es forzoso que vivamos con ella Hoy sabemos de la neuroplasticidad y que podemos aprovechar las características cambiantes del cerebro para crear programas que sí fortalecen, estimulan y cambian nuestro cerebro y en 1966, Rosenzweig tiró al caño lo que dijo era su reto: tomemos lo aprendido con las ratas y apliquémoslo al aprendizaje humano. Necesitamos adoptar ese reto, necesitamos también desafiar las prácticas actuales que siguen operando con el paradigma del cerebro inmutable. Debemos trabajar juntos para tomar lo que hoy sabemos de la neuroplasticidad y desarrollar programas que en efecto modelen nuestros cerebros, que cambien el futuro del aprendizaje. Mi visión es que creemos un mundo en el que ningún niño tenga que vivir con la lucha incesante y el dolor de una incapacidad de aprendizaje. Mi visión es que los ejercicios cognitivos sean una parte normal del plan de estudios. Mi visión es que las escuelas sean lugares que fortalezcan nuestros cerebros para hacernos aprendices eficientes y efectivos, entablados en un proceso de aprendizaje, donde no solo, como aprendices, podamos atrevernos a soñar, sino que podamos cumplir nuestros sueños. Y para mí, este es el matrimonio perfecto entre neurociencia y educación. Gracias. (Aplausos)