En el siglo XVI, el médico flamenco Andreas Vesalius describió cómo un animal asfixiado podía mantenerse vivo al insertar un tubo en su tráquea y soplando aire para inflar sus pulmones. En 1555, este procedimiento no fue muy aclamado. Pero hoy, el tratado de Vesalius es reconocido como la primera descripción de la ventilación mecánica, una práctica crucial en la medicina moderna. Para apreciar el valor de la ventilación, necesitamos entender cómo funciona el sistema respiratorio. Respiramos contrayendo el diafragma, que expande la cavidad torácica. Esto permite que entre aire, inflando los alvéolos, esos millones de pequeños sacos dentro de nuestros pulmones. Cada uno de estos globos está rodeado por capilares llenos de sangre. Esta sangre absorbe oxígeno de los alvéolos inflados y deja atrás el dióxido de carbono. Cuando el diafragma se relaja, el CO2 se exhala junto con una mezcla de oxígeno y otros gases. Cuando nuestros sistemas respiratorios funcionan correctamente, este proceso ocurre automáticamente. Pero el sistema respiratorio puede ser interrumpido por varias condiciones. La apnea del sueño detiene la contracción de los músculos del diafragma. El asma inflama las vías respiratorias obstruyendo el paso de oxígeno. Y la neumonía, a menudo provocada por infecciones bacterianas o virales, ataca a los alvéolos. Los patógenos invasores matan las células pulmonares, desencadenando una respuesta inmune que puede causar una inflamación letal y acumulación de líquido. Estas situaciones hacen que los pulmones no funcionen normalmente. Pero los ventiladores mecánicos se hacen cargo del proceso y llevan oxígeno al cuerpo cuando el sistema respiratorio no puede. Estas máquinas circunvalan las vías respiratorias constreñidas y entregan aire muy oxigenado para ayudar a los pulmones dañados a difundir oxígeno. Hay dos formas principales en que los ventiladores funcionan: bombeando aire a los pulmones mediante ventilación con presión positiva, o dejando que se aspire pasivamente mediante ventilación con presión negativa. A finales del siglo XIX, las técnicas de ventilación se centraron principalmente en la presión negativa, que se aproxima mucho a la respiración natural y proporciona una distribución uniforme del aire en los pulmones. Para esto, los médicos crearon un sello hermético alrededor del cuerpo, ya sea encerrándolo en una caja de madera o en una habitación especialmente sellada. Luego se bombardea aire fuera de la cámara, disminuyendo la presión del aire y dejando que la cavidad torácica del paciente se expandiera más fácilmente. En 1928, los médicos desarrollaron un dispositivo portátil de metal con bombas alimentadas por un motor eléctrico. Esta máquina, conocida como el pulmón de hierro, se convirtió en un aparato esencial en los hospitales hasta mediados del siglo XX. Sin embargo, incluso los diseños de presión negativa más compactos restringieron el movimiento de un paciente y obstruyeron el acceso de los cuidadores. En la década 1960 los hospitales optaron por la ventilación con presión positiva. Para casos más leves, esto se puede hacer de manera no invasiva. A menudo, se coloca una mascarilla sobre la boca y la nariz, y se llena de aire a presión que se mueve hacia las vías respiratorias del paciente. Pero circunstancias más severas requieren un dispositivo que se haga cargo de todo el proceso de respiración. Se inserta un tubo en la tráquea del paciente para bombear aire directamente a los pulmones, con una serie de válvulas y tuberías ramificadas formando un circuito de inhalación y exhalación. En la mayoría de los ventiladores modernos, un sistema informático integrado permite controlar la respiración del paciente y ajustar el flujo de aire. Estas máquinas no se utilizan como tratamiento estándar, sino como último recurso. Aguantar esta afluencia de aire a presión requiere sedación profunda, y ventilación repetida que puede causar daño pulmonar a largo plazo. Pero en situaciones extremas, los ventiladores pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. Y eventos como la pandemia de COVID-19 han demostrado que son aún más esenciales de lo que pensábamos. Debido a que los modelos actuales son voluminosos, caros y requieren capacitación para funcionar, los hospitales solo tienen unos pocos. Esto puede ser suficiente en circunstancias normales, pero durante las emergencias, este depósito limitado no da abasto. El mundo necesita urgentemente más ventiladores portátiles y de bajo costo, así como un medio más rápido de producir y distribuir esta tecnología que salva vidas.