Una confesión:
soy arqueólogo y curador de museos,
pero un curador paradójico.
Colecciono objetos para mi museo,
pero también devuelvo
objetos a su lugar de origen.
Me encantan los museos
por su función social y educativa,
pero lo que más atrae es la magia
que cada objeto encierra:
un hacha de mano elaborada
hace un millón de años,
un tótem, una pintura impresionista,
todas piezas que nos hacen
volar con la imaginación.
En los museos nos detenemos a reflexionar,
a contemplar ese patrimonio de objetos
en actitud de meditación y asombro.
Es comprensible por qué,
tan solo en EE. UU.,
los museos reciben más
de 850 millones de visitas al año.
Pero, últimamente, los museos
se han transformado en campos de batalla.
Hay pueblos de distintas partes
del mundo que se resisten
a que su cultura se exhiba
en instituciones lejanas
sobre las que no tienen ningún control.
Quieren que sus tesoros
culturales sean repatriados,
restituidos a su lugar de origen.
Grecia reclama la devolución
de sus Mármoles del Partenón,
una colección de esculturas clásicas
alojadas en el Museo Británico.
Egipto reclama antigüedades
que se encuentran en Alemania.
Los maoríes de Nueva Zelanda
exigen la devolución
de ancestrales cabezas tatuadas
exhibidas en museos de todo el mundo.
Pero estos reclamos empalidecen frente
al reclamo de pueblos nativos de EE. UU.
En realidad, los museos de EE. UU. ya
han devuelto más de un millón de piezas
y 50 000 esqueletos
de indígenas estadounidenses.
Para demostrar lo que está en juego,
empezaré con los Dioses de la Guerra.
Esta es una pieza de madera tallada
por miembros de la tribu
zuni de Nuevo México.
En la década de 1880, los antropólogos
comenzaron a coleccionarlos
como evidencia de la religión
indígena estadounidense.
Empezaron a considerarse
piezas de gran belleza,
precursoras de esculturas notables
como las de Picasso y Paul Klee,
que propiciaron el movimiento
del arte moderno.
Por un lado, el museo procedió
exactamente como debía
con el Dios de la Guerra.
Permitió que una forma
artística poco conocida
pueda ser apreciada por el mundo.
Pero por otro lado,
el museo había cometido
un flagrante delito de violencia cultural.
Para los zuni el Dios de la Guerra
no es una pieza de arte,
ni siquiera un objeto.
Es un ser.
En la comunidad zuni, en un ritual
que se celebra todos los años,
los sacerdotes tallan
nuevos dioses de la guerra,
los "Ahayu:da",
y les dan vida en una larga ceremonia.
Los colocan en templos sagrados
donde viven para proteger al pueblo zuni
y mantener el universo en equilibrio.
Nadie puede tener ni vender
un Dios de la Guerra.
Pertenecen a la tierra.
Y los zunis quieren
rescatarlos de los museos
para llevarlos a su hogar, el templo,
donde cumplen una misión espiritual.
¿Qué debería hacer un curador?
Creo que los dioses de la guerra
deberían ser restituidos.
Esta respuesta puede sonar extraña.
Después de todo, mi conclusión
se contradice con la frase pronunciada
por el arqueólogo más famoso del mundo:
"¡Eso debería estar en un museo!".
(Risas)
Es lo que decía Indiana Jones,
no solo para respetar
el guion de sus películas,
sino para subrayar la importancia
innegable de los museos en una sociedad.
No llegué a esta conclusión fácilmente.
Crecí en Tucson, Arizona,
y me enamoré del pasado
del desierto de Sonora.
Me maravilló el hecho de que bajo
sus aburridos comercios sobre la ruta
había 12 000 años de historia
esperando ser descubierta.
A los 16 años, empecé a tomar
clases de arqueología
y a hacer excavaciones.
Un profesor del secundario hasta
me ayudó a poner mi propio laboratorio
para estudiar huesos de animales.
Pero en la universidad
me di cuenta de que mi futuro
empleo tenía una historia oscura.
A partir de 1860,
los esqueletos de los pueblos
nativos de EE. UU.
empezaron a ser usados por la ciencia,
a recolectarse de a miles
para probar nuevas teorías
sobre las jerarquías sociales y raciales.
Los restos humanos de estos pueblos
fueron profanados de sus tumbas,
algunos incluso tomados directamente
de los campos de batalla.
Cuando los arqueólogos
encontraban tumbas de blancos,
el esqueleto era rápidamente
vuelto a sepultar,
y los restos óseos de los nativos
eran exhibidos en museos.
Como resultado de la guerra, las tierras
robadas, las escuelas de internado
y leyes antirreligiosas,
los antropólogos tomaron objetos sagrados
creyendo que los pueblos indígenas
estaban al borde de la extinción.
Llamémosle racismo o colonialismo;
no importan los rótulos,
sino el hecho de que en el último siglo
los pueblos nativos de EE. UU. fueron
despojados de sus derechos y su cultura.
En 1990, luego de años de reclamos
encabezados por estos pueblos,
el gobierno de EE. UU.,
a través del Congreso,
por fin aprobó una ley
que les dio el derecho a reclamar
piezas culturales, objetos sagrados
y restos humanos a los museos.
Muchos arqueólogos se asustaron.
Para los científicos, puede
ser difícil de entender
que un trozo de madera
pueda ser un dios viviente
o que los huesos puedan
estar rodeados de espíritus.
Y ellos sabían que la ciencia
moderna, especialmente con el ADN,
puede echar luz sobre el pasado.
Como dijo el antropólogo Frank Norwick,
"Estamos haciendo
un trabajo muy importante
para beneficio de toda la humanidad.
No vamos a devolver nada a nadie".
Como estudiante universitario,
todo esto me resultaba
un enigma difícil de descifrar.
¿Por qué estos pueblos nativos
quieren recuperar su patrimonio
y retirarlo de los sitios
que lo están preservando?
Y ¿cómo es posible que los científicos
dediquen toda una vida
al estudio de indígenas muertos,
pero se preocupen tan poco de los vivos?
Cuando me gradué,
no sabía qué rumbo tomar,
así que decidí viajar.
Un día, en Sudáfrica,
visité la celda que ocupó Nelson Mandela
en la prisión de Robben Island.
Y allí tuve una revelación.
Allí estuvo un hombre que ayudó
a un país a zanjar enormes brechas
para llegar, aunque con imperfecciones,
a la reconciliación.
No soy ningún Mandela, pero me pregunto:
¿Podría también yo plantar semillas
de esperanza sobre las ruinas del pasado?
En 2007, fui contratado como curador
en el Museo de Naturaleza
y Ciencia de Denver.
Nuestro equipo quiso
diferenciarse de otras instituciones
y decidir de manera proactiva
qué hacer con el legado del museo.
Empezamos por los esqueletos
en nuestro propio armario,
que eran 100.
Luego de meses y hasta años,
nos contactamos con docenas de tribus
para ver la manera de restituir
esos restos a su lugar de origen.
Y este es un arduo trabajo.
Implica negociar
quién recibirá los restos,
cómo trasladarlos en un marco de respeto,
cuál será su destino.
Los líderes indígenas de EE. UU.
se transforman en sepultureros,
al tener que organizar funerales
de familiares fallecidos,
desenterrados sin su consentimiento.
Una década después, el Museo Denver
y nuestros socios indígenas
han vuelto a enterrar casi todos
los restos humanos de la colección.
Hemos devuelto cientos
de objetos sagrados.
Pero caí en la cuenta
de que estas batallas no tienen fin.
La repatriación es actualmente
una política permanente de los museos.
Cientos de tribus aguardan su turno.
Siempre hay más museos con más cosas.
Los Dioses de la Guerra registrados
en los museos públicos de EE. UU.
ya han sido devueltos, 106 hasta ahora,
pero existen otros que escapan
al control de la ley de nuestro país,
integran colecciones privadas
y están fuera de la frontera.
En 2014, tuve la oportunidad de viajar
con un respetado líder religioso
de la tribu zuni, Octavius Seowtewa,
para visitar cinco museos europeos
que alojaban dioses de la guerra.
En el Museo Etnológico de Berlín,
encontramos un dios de la guerra
que había sido dudosamente cuidado.
Un curador por demás entusiasta
le había puesto plumas de gallina.
Una vez le robaron el cuello.
En el Musée du quai Branly de París,
un funcionario nos informó
que el Dios de la Guerra allí exhibido
es ahora propiedad del Estado,
sin posibilidad de ser repatriado.
Insistía que el Dios de la Guerra
ya no servía a los zuni
sino a los visitantes del museo.
Dijo: "Mostramos todos
los objetos al mundo".
En el Museo Británico,
nos advirtieron que el caso de los zuni
podía establecer un peligroso precedente
para disputas más grandes,
como los Mármoles del Partenón
que Grecia reclama.
Luego de visitar los cinco museos,
Octavius regresó a su comunidad
con las manos vacías.
Tiempo después, me dijo:
"Me parte el corazón ver
a los Ahayu:da tan lejos.
Son todos parte de una misma cosa.
Es como si alguien de la familia
estuviera ausente en la cena familiar.
Cuando un miembro no está,
la fuerza colectiva se desmorona".
Me gustaría que mis colegas
de Europa y otros lugares
vieran que los Dioses de la Guerra
no representan el fin de los museos,
sino la posibilidad de un nuevo comienzo.
Cuando uno recorre un museo,
lo que ve es tan solo el 1 %
de la colección completa.
El resto está almacenado.
Aun habiendo devuelto
500 piezas culturales y esqueletos,
mi museo sigue conservando
el 99,99 % de su colección completa.
Si bien ya no tenemos
a los dioses de la guerra,
nos queda la alfarería
tradicional de los zuni,
su orfebrería, herramientas,
vestimenta y piezas de arte.
Pero hay algo más preciado
que estos objetos,
y es la relación que forjamos
con los pueblos nativos de EE. UU.
durante el proceso de repatriación.
Ahora podemos pedirles a los zuni
que compartan su cultura con nosotros.
Hace poco tuve la oportunidad de visitar
los dioses de la guerra
que fueron restituidos.
Un templo emplazado en una meseta
con vista a la bella tierra de los zuni.
El templo está rodeado de una
construcción de piedras, a cielo abierto,
bordeado de alambres de púa
para asegurarse de que no fueran
sustraídos nuevamente.
Y allí están, en el tempo,
los Ahayu:da,
106 Dioses de la Guerra entre ofrendas
de turquesas, harina de maíz, conchillas,
hasta camisetas...
un presente moderno
para seres ancestrales.
Y desde allí
pude ver el verdadero propósito
de los dioses de la guerra en el mundo.
Y en ese momento comprendí
que no podemos elegir
las historias que heredamos.
Los curadores de museos ya
no saqueamos tumbas antiguas
ni sustraemos objetos espirituales,
pero podemos asumir la responsabilidad
de corregir errores del pasado.
Podemos contribuir a devolver la dignidad,
la esperanza y la humanidad
a los nativos de EE. UU.,
el mismo pueblo que alguna vez fue
objeto sin voz de nuestra curiosidad.
Y ni siquiera es necesario
que comprendamos a fondo
las creencias de otros pueblos,
basta con que los respetemos.
Los museos son templos del pasado.
Ahora deben ser también
sitios de una cultura viviente.
Cuando me dispuse a salir del templo,
sentí el cálido aire del verano,
y vi un águila que desde lo alto
volaba lentamente en círculos.
Pensé en los zuni,
cuyas ofrendas son la demostración
de que su cultura no está muerta,
sino sana y salva,
y pensé que no había mejor lugar que ese
para albergar a los dioses de la guerra.
Gracias.
(Aplausos)