En 1905, los psicólogos
Alfred Binet y Théodore Simon
diseñaron una prueba para niños franceses
con dificultades de aprendizaje.
Pensada para identificar
a los que necesitaban atención especial,
ese método sentó las bases
del test de coeficiente intelectual.
A fines del siglo XIX, los investigadores
plantearon una hipótesis:
ciertas habilidades cognitivas,
como el razonamiento verbal,
la memoria de trabajo
y la percepción visual-espacial,
expresaban el nivel de inteligencia
general, llamado "factor g".
Simon y Benet diseñaron
una serie de pruebas
para medir cada una de estas habilidades
y reunir los resultados
en un solo puntaje.
Las preguntas variaban
según el grupo etario,
y la puntuación de un niño
reflejaba su desempeño
con respecto a otros de su edad.
Si se dividía el puntaje
de una persona entre su edad
y se multiplicaba el resultado por 100,
se obtenía el coeficiente
intelectual, o CI.
Actualmente, un puntaje de 100 representa
la media en una población de muestra,
donde el 68 % de la población
se ubica entre los 85 y 115 puntos.
Simon y Benet creyeron que
las habilidades evaluadas en ese test
eran indicadores de
la inteligencia general.
Pero ni en aquel momento ni ahora
hay un consenso único sobre
la definición de inteligencia general.
Esa imprecisión dejó la puerta abierta
para que muchos usaran esta prueba
al servicio de sus propios preconceptos
sobre qué es la inteligencia.
Lo que en un comienzo se utilizó
para quienes necesitaban ayuda escolar
pronto se aprovechó para seleccionar
personas con otros fines,
generalmente al servicio de ideologías
intrínsecamente equivocadas.
Una de las primeras
aplicaciones a gran escala
se dio en EE. UU. en la Primera Guerra,
cuando los militares usaron el test de CI
para seleccionar reclutas
y capacitarlos como oficiales.
En esa época, muchos creían
en la eugenesia,
o la idea de que los rasgos genéticos
deseables e indeseables
pueden y deben ser controlados
en los seres humanos
mediante la reproducción selectiva.
Este concepto era sumamente debatible,
pues postulaba que la inteligencia
no solo era inalterable y heredada,
sino que además estaba ligada a la raza.
Regidos por la eugenesia,
los científicos usaron los resultados
de la iniciativa militar
para llegar a la conclusión errónea
de que ciertos grupos raciales
eran intelectualmente superiores a otros.
Sin tener en cuenta que muchos
de los reclutados para la prueba
eran inmigrantes
recién llegados a EE. UU.,
sin educación formal
ni conocimientos de inglés,
esos científicos crearon
una jerarquía cognitiva errónea
para los grupos étnicos.
La intersección entre
la eugenesia y el test de CI
influyó no solo en la ciencia,
sino también en la política.
En 1924, el estado de Virginia
aprobó una ley
que permitía la esterilización forzada
de personas con bajo
índice de inteligencia,
decisión apoyada por
la Suprema Corte de EE. UU.
En la Alemania nazi, el gobierno
autorizó la matanza de niños
con bajo coeficiente intelectual.
Luego del Holocausto
y el Movimiento por los derechos civiles,
el uso discriminatorio
de los tests de inteligencia
empezó a ser cuestionado desde
una perspectiva moral y científica.
Los investigadores
empezaron a reunir pruebas
sobre la incidencia del entorno en el CI.
Por ejemplo, con las periódicas
adaptaciones de las pruebas de CI
durante el siglo XX,
las nuevas generaciones obtuvieron
puntajes más altos en antiguos tests
que las generaciones precedentes.
Este fenómeno, conocido
como "el efecto Flynn",
tuvo una evolución demasiado rápida
para atribuirla a rasgos heredados.
En realidad, es más probable
que la causa radique en el entorno:
mejor educación, mejor
atención sanitaria y mejor nutrición.
A mediados del siglo XX,
los psicólogos también probaron
los tests de inteligencia
para evaluar otros aspectos
y no solo la inteligencia general,
en especial la esquizofrenia, la depresión
y demás trastornos psiquiátricos.
Estos diagnósticos se basaban,
en parte, en evaluaciones clínicas
y se valían de un subgrupo de
las pruebas usadas para determinar el CI,
una práctica que,
según se comprobó más tarde,
no arrojaba información clínica útil.
Actualmente, los tests de CI
emplean muchos elementos de diseño
y preguntas similares
a las de las primeras pruebas.
Aunque existen mejores técnicas
para identificar potenciales sesgos,
esas pruebas ya no se utilizan para
diagnosticar trastornos psiquiátricos.
Pero aún se usa una práctica similar
con puntuaciones de subpruebas
para diagnosticar
problemas de aprendizaje,
aunque es desaconsejada
por numerosos expertos.
En todo el mundo, los psicólogos
aún usan los tests de CI
para identificar
deficiencias intelectuales,
y sus resultados pueden
ayudar a tomar mejores decisiones
en cuanto a apoyo educativo,
capacitación laboral y asistencia social.
Los resultados de las pruebas
de CI se han usado
para justificar medidas atroces
e ideologías sin fundamento científico.
Esto no significa que la prueba
carezca de utilidad.
Por el contrario, ayuda a medir
la capacidad de razonar
y de resolver los problemas que plantea.
Pero eso no es lo mismo que medir
el potencial de una persona.
Si bien las pruebas de CI están sujetas
a complejos cuestionamientos
de índole política, histórica,
científica y cultural,
son cada vez más los investigadores
que coinciden en este punto
y rechazan la idea de que los individuos
pueden ser clasificados
por un puntaje numérico único.