Cuando me miro al espejo hoy, veo un académico de justicia y educación en la Universidad de Columbia, un mentor de jóvenes, un activista y un futuro senador de Nueva York. (Vítores) Veo todo eso y un hombre que pasó un cuarto de su vida en la prisión... seis años, para ser exactos, comencé como adolescente en el Correccional de Rikers Island por un acto que casi le costó la vida a un hombre. Pero lo que me llevó a donde me encuentro hoy no fue el castigo que enfrenté como adolescente en una prisión para adultos, ni la dureza de nuestro sistema judicial, sino el entorno de aprendizaje de una clase, lo que me inició en algo que no consideraba posible para mí o para el sistema judicial en su conjunto. Unas semanas antes de ser puesto en libertad condicional, un terapeuta me animó a inscribirme en un nuevo curso universitario que se ofrecía en la prisión. Se llamaba "Sobre la justicia criminal" Eso parece bastante sencillo, ¿no? Bueno, pues resulta que, la clase constaba de ocho reclusos y de ocho ayudantes de fiscal de distrito. La profesora de Psicología de la Universidad de Columbia, Geraldine Downey, y el ayudante del fiscal del Distrito de Manhattan, Lucy Lang, impartieron el curso, el primero de este tipo. Puedo decir sinceramente que no era como me imaginaba el comienzo de la universidad. Me sorprendió desde el primer día. Supuse que todos los fiscales serían blancos. Recuerdo que cuando entré en la sala el primer día de clase vi a tres fiscales negros y pensé: "Guau, ser fiscal negro... ¡es posible!" (Risas) Al final de la primera sesión, estaba convencido. De hecho, unas semanas después de ser liberado, me encontré haciendo algo que esperaba no hacer. Regresé a la prisión. Pero por suerte, esta vez solo era estudiante, para unirme a mis compañeros. Y esta vez, podía volver a casa cuando terminó la clase. En la siguiente sesión, hablamos de lo que nos había llevado a este momento en nuestras vidas y a la clase juntos. Al final me sentí lo suficientemente cómodo para revelar mi verdad a todos en la sala sobre de dónde venía yo. Hablé de cómo mis hermanas y yo vimos a nuestra madre sufrir abusos por muchos años, a manos de nuestro padrastro, cuando escapamos, nos encontramos viviendo en un refugio. Hablé de cómo hice un juramento a mi familia para protegerlos. Incluso expliqué que a los 13 años no me sentí como un joven, sino más bien como un soldado en una misión. Y como cualquier soldado, esto significó llevar una carga emocional, y odio decirlo, pero un arma en la cintura. Pocos días tras cumplir 17 años, fracasó esa misión. Mientras mi hermana y yo caminábamos a la lavandería, una multitud se detuvo ante nosotros. Dos chicas aparecieron de la nada y asaltaron a mi hermana. Aún confundido por lo que pasaba, intenté arrastrar a una chica, y al hacerlo, sentí algo en el rostro. A causa de mi subida de adrenalina, no supe que un hombre había salido de la multitud para cortarme. Mientras sentía sangre caliente en el rostro, y al verlo alzar su cuchillo hacia mí, me di vuelta para defenderme, saqué el arma y apreté el gatillo. Por suerte, él no perdió la vida ese día. Con manos temblorosas y corazón acelerado, estaba paralizado por el miedo. Desde ese momento, sentí arrepentimiento que nunca me ha abandonado. Aprendí luego que asaltaron a mi hermana en un caso de identidad equivocada, pensaron que ella era otra persona. Fue aterrador, pero quedó claro que yo no estaba capacitado, ni calificado, para ser el soldado que yo quería ser. Pero en mi barrio, solo me sentía seguro con un arma. En la clase, después de haber escuchado mi historia, los fiscales pudieron ver que nunca quise hacer daño a nadie. Solo quería llegar a casa. Pude ver el cambio gradual de sus rostros mientras escuchaban historia tras historia de los otros reclusos en la sala. Historias que nos han atrapado dentro del círculo vicioso del encarcelamiento, de que muchos reclusos no han podido escapar. Y por supuesto, hay personas que cometen crímenes terribles, pero las historias de las vidas de estos individuos, antes de cometer esos actos, eran el tipo de historias que estos fiscales nunca habían escuchado. Y cuando llegó el turno de palabra para los fiscales, me sorprendió también. No eran drones ni robots sin emociones, preprogramados para enviar a la gente a la prisión. Eran hijos e hijas, hermanos y hermanas. Pero sobre todo, eran buenos estudiantes. Eran ambiciosos y motivados. Y creían que podrían usar el poder de la ley para proteger a la gente. Tenían una misión que definitivamente pude entender. A mitad del curso, Nick, un recluso estudiantil, expresó su preocupación de que los fiscales andaran de puntillas con el prejuicio racial y discriminación en nuestro sistema de justicia penal. Si Uds. han estado alguna vez en la prisión, sabrán que es imposible hablar de la reforma judicial sin hablar de la raza. Aclamamos silenciosamente a Nick y estábamos ansiosos por escuchar la respuesta del fiscal. Y no, no recuerdo quién habló primero, pero cuando Chauncey Parker, un fiscal superior, coincidió con Nick y dijo que estaba comprometido a acabar con el encarcelamiento en masa de personas de color, yo le creí. Yo supe que avanzábamos en la dirección correcta. Empezamos a trabajar en equipo. Empezamos a explorar nuevas posibilidades y a descubrir verdades sobre nuestro sistema judicial y cómo los verdaderos cambios pueden afectarnos. Para mí, no fueron los programas obligatorios en la prisión, sino el escuchar los consejos de mayores, hombres sentenciados a cadena perpetua. Estos hombres me ayudaron a volver a formular mi mentalidad acerca de la madurez. Y me inculcaron todas sus aspiraciones y metas con la esperanza de que yo nunca regresara a la prisión, y de que actuara como sus embajadores en el mundo libre. Mientras hablaba, estaba muy visible la comprensión de un fiscal, que dijo algo que me pareció obvio, que yo me había transformado a pesar de mi encarcelamiento y no por el encarcelamiento en sí. Estaba claro que estos fiscales habían pensado poco en lo que nos pasa tras ganar un juicio. Pero por el sencillo proceso de sentarse en una clase, estos abogados comenzaron a ver que mantenernos encarcelados, no beneficiaba a la comunidad ni a nosotros. Hacia el final del curso, los fiscales estaban entusiasmados, cuando hablamos de nuestros planes para la vida tras ser liberados. Pero no se habían dado cuenta de lo difícil que iba a ser. Aún puedo ver el rostro sorprendido de uno de los ayudantes de fiscal de distrito cuando se le ocurrió algo: la identificación temporal que se nos da con nuestra libertad mostraba que acabamos de ser liberado de la prisión. Ella no había considerado cuántos obstáculos nos crearía esto, al reintegrarnos en la sociedad. Pero pude ver también su empatía genuina por la decisión que tuvimos que tomar entre volver a casa con una cama y un refugio o un sofá en un apartamento abarrotado de un pariente. Lo que aprendimos en la clase abrió camino hasta llegar a recomendaciones políticas concretas. Presentamos nuestras propuestas al comisario del Departamento de Correcciones y al fiscal del distrito de Manhattan, durante nuestra graduación en un auditorio de Columbia repleto. Como equipo, no podía haberme imaginado una manera más memorable de concluir nuestras ocho semanas juntos. Y solo 10 meses tras salir de la prisión, volví a encontrarme en una sala extraña, invitado por el comisario de la policía de Nueva York a compartir mi perspectiva durante una cumbre policial. Y mientras hablaba, reconocí un rostro familiar en el público. Era el abogado que enjuició mi caso. Cuando lo vi, pensé en todo el tiempo que pasamos en el tribunal siete años antes, cuando lo escuché pedir una larga sentencia de prisión, como si mi vida fuera insignificante y no tuviera ningún potencial. Pero esta vez, eran diferentes las circunstancias. Me libré de mis pensamientos y me fui a darle la mano. Se veía feliz de verme. Sorprendido, pero feliz. Reconoció cuán orgulloso estaba de estar en esa sala conmigo, y empezamos a hablar de trabajar juntos para mejorar las condiciones de nuestra comunidad. Hoy llevo todas estas experiencias conmigo, mientras desarrollo el Consejo Joven de embajadores por la justicia en la Universidad de Columbia reuniendo a jóvenes neoyorquinos, algunos ya han estado entre rejas y otros que están todavía matriculados en la escuela secundaria con funcionarios municipales. Y en esta clase, todos aportan ideas de cómo mejorar las vidas de los jóvenes más vulnerables antes de ser juzgados en el sistema de justicia penal. Esto es posible si realizamos el trabajo. Nuestra sociedad y sistema judicial nos han convencido de que podemos encerrar nuestros problemas y castigar a fin de escapar de desafíos sociales. Pero eso no es real. Imagínense Uds. por un momento un futuro donde nadie puede hacerse fiscal, juez, agente de policía o incluso supervisor de libertad condicional sin sentarse antes en una clase para saber de las personas cuyas vidas estarán en sus manos y relacionarse con ellas. Hago mi parte para promover el poder de conversaciones y la necesidad de colaboraciones. Es a través de la educación de que llegaremos a una verdad que es incluyente y que nos une a todos en la búsqueda de la justicia. Para mí fue una nueva conversación y un nuevo tipo de clase que me mostró cómo mi mentalidad y nuestro sistema de justicia penal se podrían transformar. Dicen que la verdad nos hará libres. Pero yo creo que es la educación y la comunicación. Gracias. (Aplauso)