En la antigua Kioto, un erudito sintoísta vivía una vida sencilla, pero a menudo se distraía por el ruido de la ciudad mientras rezaba. Sentía que sus vecinos estaban contaminando su alma, y buscaba realizar algún tipo de harae personal: un ritual purificante que limpiara su cuerpo y su mente. Decidió viajar al venerado santuario Hie. El viaje fue una dura subida que duró todo el día. Pero se alegró por la soledad que le brindó y la paz que sintió al regresar a casa era profunda. El erudito estaba decidido a mantener esta claridad el mayor tiempo posible, y decidió realizar la peregrinación otras 99 veces. Caminaba solo, ignorando distracciones en su búsqueda de equilibrio, y nunca se desviaba de su propósito. Se mantuvo fiel a su palabra, y cuando los días se volvieron semanas, caminó bajo la lluvia torrencial y el sol abrasador. Con el tiempo, su devoción reveló el mundo invisible de los espíritus que existe junto al nuestro. Comenzó a sentir los kami, que animaban las piedras bajo sus pies, la brisa que lo refrescaba, y los animales que pastaban en los campos. Aún así, no habló con nadie, ni con espíritus ni con humanos. Estaba decidido a evitar el contacto con quienes se desviaron del camino y se contaminaron con kegare. El tabú de la corrupción pesaba sobre los enfermos y los fallecidos, y aquellos que corrompían la tierra o cometían crímenes violentos. De todas las amenazas a la búsqueda de pureza del erudito, el kegare era la más grande por mucho. Luego de expresar su respeto por octogésima vez, se dirigió a su casa una vez más. Pero cuando oscureció, escuchó sollozos en el aire nocturno. El erudito intentó seguir adelante e ignorar los quejidos pero los lamentos desesperados lo abrumaron. A regañadientes, dejó su camino para seguir el sonido hasta su fuente. Pronto, encontró una estrecha cabaña con una mujer desplomada afuera. Lleno de compasión, el erudito le pidió a la mujer que compartiera su dolor. Le contó que su madre acababa de morir, pero nadie quería ayudarla con el entierro. Al escuchar eso, se le cayó el alma a los pies. Tocar el cuerpo corrompería su espíritu, gastando su fuerza vital y dejándolo abandonado por los kami. Pero al escuchar los lamentos de la mujer, su compasión aumentó. Y así, enterraron a la anciana juntos, para asegurarle un pasaje seguro al mundo de los espíritus. Terminaron el entierro, pero el tabú de la muerte pesaba mucho en el erudito. ¿Cómo podía haber sido tan imprudente como para eludir su regla más importante y corromper su viaje divino? Tras una noche atormentada, decidió volver al santuario para purificarse. Para su sorpresa, el usualmente tranquilo templo estaba lleno de gente, todos alrededor de una médium que se comunicaba con los kami. El hombre se escondió, sin acercarse por si alguien viera su alma contaminada. Pero la médium tenía otras formas de ver y lo llamó desde la multitud. Listo para ser abandonado, el erudito se acercó a la santa mujer. Pero la médium solo sonrió. Tomó sus manos impuras sobre las suyas y susurró una bendición que solo él podía oír, agradeciéndole su bondad. En ese momento, el erudito descubrió un gran secreto espiritual: la contaminación y la corrupción son dos cosas muy diferentes. Lleno de conocimiento, el erudito se puso en marcha otra vez. Pero esta vez, se detuvo a ayudar a quienes se encontró por el camino. Empezó a ver allá por donde pasaba la belleza del mundo de los espíritus, incluso en la ciudad que antes rechazaba. Otros le advertían que se arriesgaba al kegare, pero nunca les dijo por qué se relacionaba tan libremente con los enfermos y los desfavorecidos. Porque sabía que en realidad solo podrían entender el harae a través de un viaje propio.