Cada vez que respiras,
el aire viaja por la tráquea,
a través de una serie de canales
llamados bronquios
y finalmente llega a unos pequeños racimos
de sacos de aire llamados alvéolos.
Existen unos 600 millones
de alvéolos en los pulmones:
una superficie total
de unos 75 metros cuadrados,
el tamaño de una pista de tenis.
Estos pequeños sacos de solo una célula
de grosor facilitan un intercambio clave:
permiten que el oxígeno del aire
que respiramos llegue a la sangre
y que se elimine el dióxido de carbono.
La neumonía provoca
estragos en este intercambio.
La neumonía es una infección
de los alvéolos
que hace que estos se llenen de líquido.
Existen muchas clases distintas
de patógenos que pueden causar neumonía.
Los más comunes
son los virus y las bacterias.
Estos invasores microscópicos
entran en el cuerpo mediante gotitas
que están en el aire que respiramos,
o cuando nos tocamos los ojos, la nariz,
o la boca después de tocar
una superficie contaminada.
Después se enfrentan a la primera línea
defensiva de las vías respiratorias:
la función mucociliar.
Esta consta de una mucosidad
que atrapa a invasores
y pelos pequeñitos llamados cilios
que llevan el moco hasta la boca,
donde este puede ser expulsado.
Pero algunos de estos invasores
pueden superar la función mucociliar
y llegar a los pulmones,
donde se encuentran con los alvéolos.
Ya que los alvéolos actúan
como puntos clave de intercambio
entre la sangre y el aire
del mundo exterior,
tienen sus propias clases especiales
de glóbulos blancos o macrófagos,
que defienden de organismos extraños
envolviéndolos y comiéndolos.
Cuando los patógenos
entran en los pulmones
los macrófagos trabajan para destruirlos.
El sistema inmunitario libera
más glóbulos blancos en los alvéolos
para ayudar.
Mientras estas células inmunitarias
luchan contra los patógenos
provocan inflamación y líquido
como subproducto de la inflamación.
Cuando este líquido se acumula,
dificulta mucho más
el intercambio de gases en los alvéolos.
A medida que sube el nivel
de dióxido de carbono en la sangre,
el cuerpo respira más rápido para tratar
de limpiarla y obtener más oxígeno.
Esta respiración rápida es uno de
los síntomas más comunes de la neumonía.
El cuerpo también intenta expulsar
el líquido de los alvéolos al toser.
Determinar la causa de la neumonía
puede ser difícil,
pero una vez definida,
los médicos pueden recetar antibióticos,
que pueden incluir antibacterianos
o tratamientos antivirales.
El tratamiento con antibióticos
ayuda al cuerpo a controlar la infección.
A medida que se elimina el patógeno,
el cuerpo expulsa o absorbe poco a poco
el líquido y las células muertas.
Los peores síntomas
suelen desaparecer en una semana,
aunque la recuperación total
puede llevar hasta un mes.
Por lo demás, los adultos sanos
pueden sobrellevar la neumonía en casa.
Pero para algunos grupos
la neumonía puede ser mucho más grave
y requieren hospitalización y oxígeno,
ventilación artificial
u otras medidas de apoyo
mientras el cuerpo combate la infección.
Fumar daña los cilios:
los vuelve menos capaces de eliminar
la cantidad normal de moco y secreciones,
por no hablar del aumento
de volumen asociado a la neumonía.
Los trastornos genéticos
y autoinmunitarios
pueden volverte más propenso
a los patógenos que provocan la neumonía.
Los niños pequeños y los ancianos
también tienen esta función deteriorada
y un sistema inmunitario más débil.
Y si alguien padece neumonía viral,
su riesgo de infección
respiratoria bacteriana es mayor.
Muchas muertes por neumonía se deben
a la falta de acceso a la atención médica.
Pero a veces, incluso
con los cuidados adecuados,
el cuerpo entra en una lucha sostenida
contra la infección que no puede mantener,
activando las vías inflamatorias
en todo el cuerpo,
no solo en los pulmones.
Se trata en realidad
de un mecanismo de protección,
pero tras pasar mucho tiempo en ese estado
los órganos comienzan a apagarse,
lo que provoca conmoción
y, en ocasiones, la muerte.
¿Cómo podemos prevenir la neumonía?
Comer bien, dormir lo suficiente
y hacer ejercicio
ayuda al cuerpo a luchar
contra las infecciones.
Las vacunas pueden proteger
de los patógenos que causan la neumonía,
y lavarse las manos con frecuencia ayuda a
prevenir la propagación de esos patógenos
y a proteger a los más vulnerables
de la neumonía grave.