En mayo de 1822, el conde Christian Ludwig von Bothmer derribó una cigüeña que sobrevolaba su castillo al norte de Alemania. Sin embargo, no fue el primero en intentar cazar esa ave en particular. Al recoger la cigüeña, von Bothmer descubrió que había sido empalada por una lanza de madera de casi 1 metro. Un profesor de la zona determinó que el arma provenía de África, lo que indicaba que, de algún modo, esta cigüeña había sido empalada en África y luego volado más de 2500 kilómetros hasta el castillo del conde. Este impresionante viaje no fue evidencia únicamente de la resiliencia de la cigüeña, fue también una pista esencial para resolver el misterio que atormentó a los científicos por siglos: la desaparición estacional de las aves. Los naturalistas de antaño tenían varias teorías para explicar este acto anual de desaparición que conocemos hoy como migración. El mismísimo Aristóteles propuso tres ideas especialmente populares. De acuerdo con una de las teorías, las aves transformaban su cuerpo según la estación. Por ejemplo, se pensaba que la curruca mosquitera de verano se transformaba en curruca capirotada cada invierno. En realidad, estas aves pertenecen a dos especies diferentes, similares en forma y tamaño, pero que nunca aparecen al mismo tiempo. En los siglos siguientes, se dijo que las aves se transformaban en humanos, plantas e incluso en las maderas de los barcos. Esta última transmutación fue especialmente popular entre el clero cristiano. Si la barnacla cariblanca estaba hecha realmente de madera, podían considerarse vegetarianos y comerla durante los ayunos sin carne. La segunda e incluso más perdurable hipótesis de Aristóteles era que las aves hibernan. Esto no es tan descabellado. Algunas especies sí duermen profundamente durante periodos breves en los que su ritmo cardíaco y su metabolismo disminuyen. Y existe al menos un ave que realmente hiberna: el tapacamino tevíi duerme durante el invierno en el desierto de Norteamérica. Pero los investigadores propusieron otras formas de hibernación mucho más descabelladas hasta mediados del siglo XIX. Se decía que la andorina perdía sus plumas e hibernada en huecos, o que dormía durante todo el invierno en el fondo de los lagos y ríos. La última teoría de Aristóteles era mucho más razonable y se asemeja un poco a la migración como la conocemos. Sin embargo, esta idea también se llevó a los extremos. En 1666, el principal defensor de la hipótesis de la migración estaba convencido de que cada invierno las aves volaban a la Luna. Puede parecer extraño que investigadores reconocidos considerasen ideas tan extravagantes. Pero, para ser justos, la verdadera historia sobre la migración puede ser incluso más inverosímil que las teorías más descabelladas. Aproximadamente, 20 % de todas las especies de aves migran cada año por todo el mundo en busca de climas más cálidos y comida fresca. Para las aves que pasan el verano en el hemisferio norte, este viaje puede ser de unos 700 a más de 17 000 kilómetros, y algunos vuelos duran hasta cuatro meses. Las aves que migran sobre los océanos pueden volar sin detenerse durante más de 100 horas. Duermen y comen en pleno vuelo, y sobrevuelan el vasto océano a la luz de las estrellas, con fuertes vientos y a merced del campo magnético de la Tierra. Rastrear las especificidades de estas expediciones épicas es extremadamente difícil. Y si bien las aves suelen tomar la ruta más directa posible, las tormentas y las construcciones humanas pueden alterar sus caminos, lo que complica aún más nuestros intentos de trazar su recorrido migratorio. Por suerte, la cigüeña del conde von Bothmero constituyó una prueba física no solamente de que las cigüeñas europeas migran al sur durante el invierno, sino además del lugar exacto adonde migraban. Los ornitólogos de todo el continente estaban entusiasmados por mapear la trayectoria de este vuelo, entre ellos, Johannes Thienemann, dueño del primer observatorio permanente de aves del mundo. Thienemann era uno de los principales defensores del estudio de las aves. Y para resolver el misterio más grande de la disciplina, reclutó a un ejército de voluntarios de toda Alemania. Su equipo colocó en las patas de 2000 cigüeñas anillos de aluminio en los que figuraba un número único y la dirección de sus oficinas. Luego, publicitó la iniciativa tanto como pudo. Tenía la esperanza de que la noticia del experimento llegara a África y que quienes encontraran los anillos supieran dónde enviarlos con más información. Pues desde 1908 hasta 1913, Thienemann recibió 178 anillos, 48 de los cuales fueron encontrados en África. Con esta información, trazó la primera ruta migratoria que existió, y estableció, por último, que las cigüeñas efectivamente no vuelan a la Luna.