De jóvenes somos
increíblemente valientes,
y soñamos sin temor alguno
cómo nos gustaría que fuera nuestra vida.
Quizás querías ser astronauta
o ingeniera aeroespacial.
Puede que soñaras con viajar
alrededor del mundo.
Desde pequeña,
quería trabajar en la ONU
en algunos de los países
más complicados del mundo.
Y gracias a mucho valor
mi sueño se cumplió.
Pero he ahí la cuestión sobre el valor:
no aparece siempre que lo necesitas.
Es el resultado de mucha reflexión
y arduo trabajo,
encontrar el equilibrio
entre el miedo y el valor.
Sin miedo, haríamos locuras.
Sin valor, nunca nos aventuraríamos
en lo desconocido.
La magia reside en el equilibrio de ambos
y todos lidiamos
con ese equilibrio cada día.
En primer lugar, hablemos de mi silla.
No siempre he estado en silla de ruedas.
Crecí como muchos de Uds.,
corriendo, saltando y bailando.
Me encanta bailar.
Sin embargo, con veintitantos
empecé a sufrir una serie
de caídas inexplicables.
Y unos años más tarde,
me diagnosticaron
una enfermedad genética recesiva
llamada miositis por cuerpos de inclusión
o MCI.
Es una enfermedad degenerativa
de los músculos
que afecta a todos los músculos,
desde la cabeza hasta los pies.
La MCI es muy poco frecuente.
En EE. UU. hay menos
de 200 personas diagnosticadas.
A día de hoy, no hay
tratamiento efectivo o cura,
y a los 10 o 15 años de su inicio,
la MCI normalmente lleva a la tetraplejia,
razón por la cual uso una silla de ruedas.
Cuando me la diagnosticaron, todo cambió.
Fue una noticia terrible
porque no estaba familiarizada
con enfermedades crónicas o minusvalías.
No sabía cómo la enfermedad
iba a continuar.
Pero lo más desalentador
era escuchar los consejos de otros
que ponían límites
a mis sueños y ambiciones,
o me animaban a cambiar las expectativas
de lo que esperaba de la vida.
"Deberías dejar tu carrera internacional".
"Nadie se casará contigo en tu estado".
"Sería egoísta por tu parte tener hijos".
El hecho de que alguien que no fuera yo
pusiera límites
a mis sueños y aspiraciones
era ridículo
e inaceptable.
Así que los ignoré.
(Aclamaciones) (Aplausos)
Me casé.
Decidí por mí misma no tener hijos.
Continué mi carrera en Naciones Unidas
tras mi diagnóstico
yendo a trabajar
durante dos años a Angola,
un país que empezaba a recuperarse
tras 27 años de guerra civil.
Aunque no fue hasta cinco años más tarde
que anuncié mi enfermedad a mi jefe.
Tenía miedo
de que pusieran en duda mi capacidad
de gestión y por ello, perder mi trabajo.
Trabajaba en países
donde la polio era habitual
así que, cuando oía a alguien decir
que pensaban que había
sobrevivido a la polio,
pensaba que mi secreto estaba a salvo.
Nadie me preguntó por qué cojeaba.
Así que no dí explicaciones.
Tardé diez años
en asimilar la gravedad de la MCI.
Hasta las tareas y trabajos más sencillos
eran cada vez más complicados.
Aún así, continué con mi sueño
de trabajar alrededor del mundo,
y me asignaron
un puesto de ayuda a minusválidos
para UNICEF en Haití
donde estuve dos años tras
el devastador terremoto del 2010.
Después mi trabajo me trajo a EE. UU.
Y, aunque mi enfermedad
progresó considerablemente
y necesitaba aparatos ortopédicos
y andador para desplazarme,
ansiaba tener aventuras.
Esta vez
empecé a soñar con una
gran aventura al aire libre.
Y, ¿qué es más grande que el Gran Cañón?
¿Sabían que de cada cinco millones
de personas que visitan el Rim
tan solo el 1 % baja
hasta la base del cañón?
Quería formar parte de ese 1 %.
Lo único...
(Aplausos)
Lo único es que el Gran Cañón
no es precisamente accesible.
Iba a necesitar algo de ayuda
para bajar los 1500 metros de descenso
por terreno vertical irregular.
Eso sí, cuando me enfrento
a los obstáculos,
el miedo no siempre aparece de inmediato
porque doy por sentado que,
de una u otra manera,
lo superaré.
Así que pensé:
si no puedo bajar andando,
aprenderé a montar a caballo.
Y es lo que hice.
Y con dicha decisión tomada en firme,
empezó un compromiso de cuatro años
en el que alternaba miedo y valor
para emprender un viaje de 12 días.
Cuatro días a caballo para ir
de una punta del Gran Cañón a la otra,
y ocho días de rafting para recorrer
los 240 km del Río Colorado,
todo ello junto a un equipo de rodaje.
Alerta de spoiler: lo conseguimos.
Pero no sin enseñarme cómo
mis miedos más profundos
podían crear una respuesta reflejo
de un grado de valentía equivalente.
El 13 de abril del 2018,
sentada a dos metros y medio
sobre un caballo Mustang llamado Sheriff,
mi primera impresión del Gran Cañón
fue de conmoción y de miedo.
Quién podía imaginar que
tenía miedo a las alturas.
(Risas)
Pero ahora no podía abandonar.
Reuní hasta la última pizca de valor
que había en mí
para evitar que el miedo
se apoderara de lo mejor de mí misma.
Embarcados en el South Rim,
lo único que podía hacer
para mantenerme tranquila
era respirar profundamente,
mirar las nubes
y concentrarme en las voces de mi equipo.
Pero entonces, durante la primera hora,
ocurrió el desastre.
Incapaz de mantenerme
erguida en la silla,
cuando descendíamos un escalón enorme,
me deslicé y me golpeé la cara
contra la cabeza del caballo.
Todo el mundo se asustó,
me dolía intensamente la cabeza,
pero el camino era demasiado estrecho
para poder bajarme.
No fue hasta la mitad del recorrido,
a unos 700 metros,
al menos dos horas después,
que pudimos parar, quitarme el casco
y ver el chichón del tamaño de un huevo
que sobresalía en mi frente.
Con tanta planificación y materiales,
¿cómo es posible que
no lleváramos una bolsa con hielo?
(Risas)
Por suerte para todos,
la inflamación dio la cara,
y se manifestó en forma de
dos maravillosos ojos morados
que es lo más apropiado
para salir en un documental.
(Risas)
(Aplausos) (Aclamaciones)
No fue un viaje fácil ni tranquilo
aunque no fuera el objetivo.
Aunque me daba miedo volver a montarme,
lo hice.
Solo para descender a la base del cañón
tardamos 10 horas
y era el primer día de cuatro a caballo.
Luego fue el turno
de los potentes rápidos.
El Río Colorado en el Gran Cañón
ofrece algunos de los rápidos
más fuertes del país.
Para prepararnos en caso de vuelco
hicimos pruebas en tramos más fáciles.
Les puedo asegurar
que no fue demasiado elegante.
(Risas)
Tomaba aire cuando no debía,
me atragantaba con el agua
y era incapaz de estabilizarme.
Sí, fue aterrador
pero también fantástico.
Cascadas, cañones resbaladizos
y rocas sólidas de 2000 millones de años
parecían cambiar de color
conforme pasaba el día.
El Gran Cañón es naturaleza silvestre
digna de todos los elogios.
(Aplausos)
La expedición,
tanto la planificación
como el viaje en sí mismo,
me mostró un grado de miedo
que nunca antes había sentido.
Pero, lo más importante,
me mostró lo valiente
que puedo llegar a ser.
Mi viaje al Gran Cañón no fue fácil.
No fue como si una amazonas
recorriera sin esfuerzo alguno su camino
con un escenario épico de fondo.
Sino, yo llorando,
agotada y con los ojos morados.
Fue aterrador,
estresante,
excitante.
Con el viaje ya acabado,
es fácil no darle importancia
a lo que conseguimos.
Sé que quiero volver a hacer el rafting.
Esta vez, los 445 kilómetros.
(Aplausos)
Pero también sé que nunca más
haré la parte de montar a caballo.
(Risas)
Es demasiado peligroso.
Y este es mi objetivo.
No estoy aquí solo
para enseñarles mi película.
Estoy aquí para recordarles
que la vida nos enseña
a encontrar el equilibrio
entre el miedo y el valor.
Y a entender lo que es
y lo que no es una buena idea.
(Risas)
La vida es de por sí aterradora,
por lo que para que nuestros sueños
se cumplan, necesitamos ser valientes.
El enfrentarme a mis miedos
y encontrar el valor para superarlos,
ha hecho que mi vida sea extraordinaria.
Así que, vivan a lo grande
e intenten que su valor
tenga más peso que su miedo.
Nunca se sabe hasta dónde pueden llegar.
Gracias.
(Aplausos) (Aclamaciones)