Tengo 10 años. Es el día de las pruebas para entrar en la escuela de la Scala de Milán. Subo por una escalinata inmensa que me lleva a la sala de examen. ¡Estoy asustada! Muy asustada. Y a medida que subo una multitud de niños magníficos, los alumnos de la Scala, van bajando, todos perfectos, guapos, delgados. Yo, que no soy ni perfecta ni especialmente delgada, empiezo a sentirme diferente. Al final de la escalera hay dos señoras de sonrisa estática, esa que hay que poner cuando se baila, aunque te den calambres en las pantorrillas. ¡Así es la danza clásica! Ellas nos dicen: "Vamos, pasen". Es una enorme sala con enormes espejos. Veo que somos una veintena de niñas, y todas estamos bastante aterrorizadas por este austero lugar. Al piano empieza a sonar una música, una Nocturna de Chopin, recuerdo. ¡Maravillosa! Las señoras nos dicen: "Pueden bailar a su manera, descalzas". Qué bien, pienso yo, porque de pronto he olvidado todo lo que aprendí en los dos años que llevaba dando clases y bailo, me pongo a bailar, me dejo transportar por la música y mientras bailo oigo las palabras de ánimo de mi profesor, mi maestro, el Maestro Morucci, cuando me decía: "Escucha bien, hay dos cosas importantes: la técnica y la pasión. Llegará un día en que ambas serán una sola. Tú tienes la pasión, ese es tu tesoro". Bruscamente, la música se detiene con una palmada. Es el momento de pasar la inspección de las dos señoras, que siguen con la misma sonrisa. Una de ellas empieza a inspeccionar mis pies y mis piernas, sobre todo los pies. Empieza a mirarlos con insistencia y llama a alguien: su compañera, su colega le dice algo que no entiendo. También me pide que haga un giro para ella. ¡Y otra vez esa sensación de ser diferente, la misma que tuve en las escaleras de la entrada, cuando miraba a los alumnos, se apodera de mí. Tengo que ser realmente rara, y pienso en mis pies, ¡son realmente raros! Miro con disimulo los pies de mis compañeras que me parecen, claro está, los más elegantes del mundo. Afortunadamente, la inspección ha terminado. Ahora hay que dirigirse a otra sala que es un aula. Es el aula de los alumnos de primaria de la Scala. Es una sala con viejos bancos de madera y una pizarra negra, un aula. "¡Siéntense en los bancos!", nos ordenan. "Iremos llamando". Y a medida que anuncian los nombres, se nos indica derecha o izquierda. Y después una de las señoras, siempre con la misma sonrisa, por supuesto, nos dice: "Hemos tomado nuestra decisión: a nuestra derecha las alumnas seleccionadas para entrar a la Scala, a la izquierda las que por desgracia no podemos retener. Pueden retirarse". Yo estoy a la izquierda. De pronto comprendo por qué ese examen tan profundo de mis pies, y tengo la confirmación de que soy realmente extraña. De pronto las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. Recuerdo que más que lágrimas eran sollozos desconsolados. Y así, llorando, consigo de alguna manera bajar las escaleras y llego hasta donde mi mamá me espera en la planta baja y le digo completamente abatida: "Mamá, me han rechazado". Así de pronto, de una palmada, mi vida, mi fantástico mundo de niña comprometida con la danza se derrumba. Paso de ser una buena alumna a mala, un monstruo con pies deformes. Todavía puedo verme en el autobús que me lleva de vuelta a casa, no podía parar de llorar... Y aún recuerdo todos esos veranos, cuando tenía que ponerme sandalias, ¡la vergüenza que me daban mis pies sin saber por qué! ¡Nadie me había dicho nada! Y también, además, al menos 10 años después de este episodio el corazón se me encogía cada vez que me llevaban a un espectáculo pensando que me hacían bien, espectáculos de danza, o cuando los veía por la tele. Y allí volvía cada vez ese sufrimiento, como si hubiera perdido para siempre la palabra "felicidad", ¡el derecho a ser feliz! Afortunadamente, el tiempo ha hecho su trabajo. Un día me liberé de este sortilegio del fracaso y me di cuenta de que había mil maneras de bailar la vida. Y también me di cuenta de otra cosa: que este episodio, esta herida de niña, no había destruido dos cosas fundamentales para mí: una, la capacidad de soñar y la otra, la felicidad de vivir, que tenía cuando bailaba. Así, en los primeros años de mi edad adulta volví a ir a clases, y hoy sigo yendo a clases de danza: danza clásica, tango, tarantela... No les cuento estas cosas para fanfarronear. Mi vida no tiene nada de extraordinario. Es normal, es banal. Me ha sucedido a mí, podría sucederle a Uds., tal vez le sucederá a sus hijos. Pero para mí todo esto no tiene absolutamente nada de normal. Este episodio es la manifestación de una crueldad habitual que nuestro mundo, con su sistema educativo a la cabeza, inflinge en los niños cada día, destruyendo su capacidad de soñar. Yo no quiero ser cómplice de eso. No quiero ser cómplice de eso. Por eso en cuanto he podido empezar a decidir por mí misma he ido a la universidad. Primero he hecho un doctorado y he escrito una tesis llamada "Educar para la felicidad". ¿Qué quiere decir "educar para la felicidad"? Primero, he descubierto que ahora mi pasión es la felicidad. Y después, fíjense, he descubierto algo en la etimología de esta palabra, que en sánscrito se dice "yuj". Quiere decir conexión, enlace, vínculo. ¡Es maravilloso! ¿Pero qué significa estar conectado? ¿Qué es estar conectado? Creo que es muy sencillo. Lo he visto en los niños, Uds. también, yo lo recuerdo. Es la memoria de mi cuerpo la que me lo dice, es lo que yo vivía cuando bailaba y lo veo en los niños cuando dibujan, cuando juegan, cuando hacen las cosas que más les gusta hacer, se olvidan del mundo circundante. Están tan absortos que puedes llamarles durante horas, que no te escuchan, y además están aprendiendo sin ningún esfuerzo. ¡Es genial! Esta conexión me transporta a lo que vivía cuando bailaba sin esfuerzo. Era... estar en contacto directo con... el mundo, con el cielo y con la tierra, con los animales, las flores, la gente, ¡con Uds.! ¿Qué tiene que ver esto con la educación? ¡Mucho! Imagínense que empezáramos a educar basándonos en esto... Si empezáramos a partir de algo que la permacultura ya ha descubierto. Uds. la conocerán, la permacultura es una ciencia ecológica que dice: "cultiven donde ya está fértil". ¿Se imaginan lo que sería empezar a aprender a partir de algo que sea nuestra riqueza, nuestro tesoro? Revolucionaría la educación. ¡Cambiaría el mundo entero! Supondría aprender sin ningún esfuerzo. Pedagogos, educadores y filósofos del pasado ya lo comprendieron: Montessori, Steiner, Freinet. Lo comprendieron, pero pocos les escucharon. La buena noticia es que hoy cada vez más educadores, profesores, maestros, maestras, padres, no solo han tomado el relevo de sus predecesores sino que están inventando nuevas prácticas pedagógicas. Les aseguro que hay muchas. Son personas que inventan nuevos métodos basados en la libertad, en el respeto al ritmo del niño y en su capacidad de soñar. Mi propia felicidad está en conectarme, en estar en contacto con este vínculo. Y es por eso que junto con un grupo de personas que todavía saben soñar he fundado una alianza para renovar la educación llamada la Primavera de la Educación. Porque ya está todo ahí, solo hay que conectarse. ¡En esto consiste educar para la felicidad! Para finalizar les recordaré las palabras de María Montessori que decían: "¡La felicidad de aprender es tan indispensable como la inteligencia, como la respiración para los corredores, y también para los bailarines!" (Aplausos)