En lo profundo del Amazonas,
en el río Nea'ocoyá,
vivió, de acuerdo con
la leyenda de Siekopai,
un banco de peces
particularmente grandes y sabrosos.
Cuando llegaba la lluvia y el agua subía,
los peces aparecían
y luego se marchaban
cuando el agua volvía a bajar.
Los aldeanos que vivían junto al río
celebraban estos momentos de abundancia
pero querían más.
Siguieron a los peces a contracorriente
y se adentraron en lo profundo de la selva
hasta llegar a una laguna en donde
los ruidos de peces aleteando retumbaban.
Toda la aldea montó campamento
junto a la laguna
y trajeron barbasco, un veneno que en
el agua servía para aturdir a los peces.
Mientras tanto, el chamán joven
fue por una caminata.
Percibió que no estaba completamente solo.
Se encontró con un árbol
que resonaba tan fuerte
que podía escucharlo incluso
por encima del ruido de los peces.
Estaba seguro que espíritus vivían allí.
De vuelta al campamento, les advirtió
a los aldeanos que los peces tenían dueño.
Él encontraría al dueño
y hasta su retorno, nadie debía pescar.
Fue al árbol resonante.
Dentro había un hueco grande como una casa
lleno de tejedores ocupados.
Su líder lo invitó a pasar
y le explicó que las pequeñas y jugosas
frutas de jarabe estaban madurando
y que estaban tejiendo canastas
para recolectarlas.
A pesar de que parecían
y actuaban como personas
el chamán supo que eran juri,
o duendes aéreos,
que podían volar y controlar el viento.
Le enseñaron a tejer.
Antes de partir,
el líder de los duendes le susurró
algunas instrucciones encriptadas.
Al final, le dijo al chamán que atara
un brote de piña a un tronco hueco
y que durmiera allí dentro esa noche.
En el campamento, los aldeanos estaban
pescando con veneno de barbasco,
cocinando y comiendo.
Solo la hermana menor
del chamán se abstuvo.
Luego, el resto de la aldea
cayó en un sueño profundo.
El chamán y su hermana
les gritaban y los movían
pero no se despertaban.
Estaba oscureciendo,
por lo que el chamán y su hermana
ataron el brote de piña
a un tronco hueco y entraron a él.
Se levantó un viento fuerte,
la señal de los duendes aéreos.
Rompió ramas y derribó árboles.
Caimanes, boas y jaguares rugieron.
El agua empezó a subir.
Los peces se soltaron del escurridor
y se fueron nadando.
El brote de piña se convirtió en un perro.
Ladró toda la noche, para alejar a
las criaturas de la selva del árbol caído.
Cuando amaneció, la inundación retrocedió.
Los peces se habían ido
y la mayoría de la gente también:
los animales de la selva
se los habían comido.
Solo los parientes
del chamán sobrevivieron.
Cuando su familia se le acercó,
el chamán se dio cuenta a qué se referían
los duendes cuando dijeron
que las frutas estaban madurando:
no estaban recolectando frutas de jarabe
sino ojos humanos.
La hermana mayor del chamán lo llamó
e intentó tocar su cara
con sus largas y afiladas uñas.
Se alejó y, al recordar las instrucciones
del líder de los duendes,
le arrojó semillas de palmera a su cara.
Las semillas se convirtieron en ojos.
Pero luego la hermana se transformó en
un saíno de labios blancos y escapó,
con vida pero ya no humana.
La comunidad del chamán
y de su hermana menor había desaparecido.
Fueron a vivir con otra aldea
en donde les enseño a tejer canastas como
los duendes aéreos le habían enseñado.
Pero no podía olvidar las últimas palabras
que le dijo el líder de los duendes
sobre cómo vengarse.
Volvió al hogar de los duendes aéreos
con ajíes envueltos en hojas.
Mientras los duendes miraban
a través de agujeritos
el chamán encendió un fuego
y colocó en él los ajíes.
El fuego empezó a consumir el árbol.
Los duendes que habían devorado
los ojos de las personas murieron.
Aquellos que no lo habían hecho
eran lo suficientemente livianos
para salir volando.
Por lo que los duendes, al igual
que los humanos, pagaron un precio alto.
Pero también sobrevivieron para contar
la historia, al igual que el chamán.
En la leyenda de Siekopai donde los mundos
de los espíritus y de los humanos se unen
no está claro quiénes salen victoriosos
e incluso la muerte es
una oportunidad para la renovación.