Cuando tenía seis años,
nuestra casa se incendió
y mi madre murió.
Era una fría noche de febrero en Michigan.
Habían reparado la chimenea
así que hicimos un fuego en ella.
Mi hermana menor y yo estábamos
sentadas con el perro
y pintábamos
con lápices nuevos de colores,
cuando mamá nos dijo que
era hora de dormir.
Planeamos ir al norte esa noche
para un fin de semana de
motos de nieve y trineos,
pero afuera ya estaba oscuro y nevaba,
así que decidimos ir la mañana siguiente.
Subimos las escaleras, nos cepillamos
los dientes, nos metimos en la cama,
el cuarto de mi hermana
estaba junto a las escaleras
y el mío al final del pasillo.
Nuestros padres nos arroparon y
dieron las buenas noches
y dejaron la puerta entreabierta
y la luz del pasillo encendida,
como siempre.
En medio de la noche, me desperté sudando
confundida porque no veía la luz.
Comencé a llamar a mis padres
hasta que por fin escuché palabras
que nunca olvidaré:
"¡Dave, es un incendio!"
Más tarde descubrimos que el fuego
se había esparcido por una grieta
restante en la chimenea
que causó la explosión de la chimenea
y que el fuego se esparciera por la sala.
Recuerdo que mi mamá corrió
a la habitación de mi hermana,
buscándola desesperadamente,
y finalmente la encontró en el suelo.
Gateé tras ella sobre mis manos y rodillas
tratando de no inhalar el humo.
Recuerdo haber estado de pie
junto al cuarto de mi hermana
tratando de encender la luz del pasillo,
pero ya estaba encendida.
Simplemente no la veía
porque el humo era muy denso.
Recuerdo sentir
el calor del fuego en mi piel
y escuchar el sonido que producía
al subir por las escaleras.
Mi padre corrió a la ventana de
mi cuarto como vía de escape,
pero era febrero y
el cerrojo estaba congelado.
En un momento dado,
rompió la ventana y la abrió a la fuerza.
Tenía los brazos y las manos
cubiertos de vidrios y cortes.
Nos puso a mi hermana y a mí
en un toldo bajo la ventana
y nos dijo que gritáramos pidiendo ayuda.
Al no ver a mi madre,
pensó en volver a las llamas
en su búsqueda.
pero al vernos abrazadas en aquel techo
y pensar que tal vez
ninguno saldría vivo,
se quedó con nosotras,
llamando a mi madre por la ventana.
Después de unos minutos,
un hombre que pasaba por la carretera
vio el humo y el incendio,
manejó sobre el césped,
subió al techo de su carro
y nos dijo que saltáramos a sus brazos.
Nunca antes lo habíamos visto,
y aunque nos salvó la vida,
nunca lo volvimos a ver.
Nos llevaron a casa de un vecino
mientras papá seguía sobre el techo
esperando a mi mamá,
extendiendo sus brazos por la ventana
hacia las llamas,
llamando a mi madre una y otra vez.
Dijo más tarde que
cuando los bomberos llegaron,
lo bajaron por la escalera
cuando una ventana inferior se rompió
y estalló en llamas.
A los bomberos les tomó
más tiempo encontrar a mi mamá.
Ella estuvo todo el tiempo
en el suelo de mi cuarto,
atrapada por un mueble
que había caído sobre su pierna.
Pensamos que había vuelto
en busca de nuestro perro,
pero al momento en que los bomberos
la encontraron, era demasiado tarde.
Murió camino al hospital.
Papá estaba en condiciones críticas.
Inhaló humo y tenía cortes y quemaduras
en un tercio de su cuerpo.
Pasó casi un mes en el hospital,
sin poder asistir al funeral de mi madre
y pasando por muchas dolorosas
cirugías de injertos cutáneos.
Mi hermana y yo nos quedamos
con unos vecinos de enfrente,
pero nos sentábamos durante horas
frente a la ventana de la sala,
mirábamos fijamente los restos
de nuestra casa quemada.
Después de unos días, fue evidente
que debíamos mudarnos
a casa de otros amigos de la familia.
Los siguientes años fueron difíciles.
Como padre soltero de dos niñas pequeñas,
papá hizo todo lo posible por mantenernos
mientras todos seguíamos de luto
e intentábamos recuperarnos.
Empezamos a avanzar
con nuestra nueva realidad.
Papá compró una casa nueva
en la misma calle, sin chimenea
y al paso del tiempo, se volvió a casar.
Mi hermana y yo
sobresalimos en la escuela.
Yo era animadora
y ella montaba a caballo
y tocaba en la banda.
Pero nada podía detener
las pesadillas que me perseguían.
Soñaba con incendios,
atrapada por las llamas sin escapatoria.
Recuerdo, e incluso ahora lo puedo sentir,
el pánico intenso y
la presión en mi pecho.
Incluso eran peores los sueños donde
yo estaba afuera viendo el incendio,
intentando salvar a la gente dentro.
Me despertaba jadeando,
con lágrimas en las mejillas y sollozando.
Cuando tenía 15 años,
un amigo mío, un artista muy talentoso,
pintó dos retratos abstractos para mí.
Uno estaba pintado en blanco y negro
y representaba a una niña asustada
en la esquina de una habitación
rodeada de sombras.
La otra era un arcoíris lleno de colores.
La niña estaba en el centro de la página,
con los brazos abiertos y estirados,
evidentemente
llena de alegría y felicidad.
Conocía mi pasado.
Sabía que me sentía
en conflicto y confundida,
pero también había visto mi potencial.
Quería mostrarme lo que él había visto.
Después de unos años, me di cuenta
de que en esos dos retratos
se mostraban dos senderos totalmente
distintos frente a mí:
una vida de miedos
o un futuro prometedor y
la posibilidad de recuperación.
Siempre me había atraído la pintura
más iluminada y más colorida,
pero no estaba segura de
lo que significaba para mí
o de cómo transformar mi mentalidad
en ese tipo de alegría y felicidad.
Por fuera, continué con mi vida,
me gradué de secundaria
y fui a la universidad, pero por dentro
continuaba entre muy buenas rachas
y muy malas rachas,
como una pelota de ping-pong
que saltaba entre los dos retratos.
En 2004 fui a visitar
Centroamérica con un amigo.
Pasamos nuestra primera semana
en la isla Roatán,
cerca de la costa de Honduras.
Tras varios días
mi amigo y yo nos dimos cuenta
de que uno de nuestros
nuevos amigos bailaba con fuego.
Ninguno de los dos había visto
bailes con fuego antes.
Así que un día decidimos ir a ver el show.
Lo vimos fascinados,
mientras él y dos amigos
prendían fuego a unos accesorios,
los lanzaban al aire y los giraban
en torno a sus cuerpos.
Sus movimientos eran
deliberados y controlados,
pero aún así eran elegantes
y fluían con la música.
Yo estaba completamente maravillada.
Al día siguiente nos ofreció enseñarnos
a bailar con fuego y a hacer giros,
sin fuego, por supuesto.
Nos mostró la diferencia
entre una vara de fuego,
que es una vara de madera
o aluminio con mechas de kevlar,
y las cariocas, que son mechas kevlar
con cadenas y aros para los dedos.
Después de girar las cariocas
por primera vez,
me di cuenta de que era
algo que quería aprender
con la esperanza de que algún día
pudiera tener la suficiente valentía
para intentarlo con fuego.
Ahora bien, supongo que la gente piensa
que por qué no estaba aterrorizada
y corría en la dirección opuesta.
Honestamente, no lo sé.
Quizá fue porque crecí siendo
animadora y haciendo gimnasia y piano.
Estas actividades son
muy estructuradas y disciplinadas,
mientras que este tipo de arte
parecía una forma de meditación
pero enfocado en el fuego,
eso que me había asustado tanto
durante toda mi vida.
Tras haber practicado la primera vez,
mi amigo y yo preparamos
nuestras propias cariocas caseras
con medias, cordones y pelotas de tenis.
No prendimos fuego a
las agujetas ni a las medias,
solo las usamos para practicar.
Pero al regresar a casa en Michigan,
decidimos comprar nuestro propio
juego de cariocas de fuego real.
Y unos meses después,
decidimos que estábamos
listos para encenderlos.
Nos envolvimos en capas de algodón,
conseguimos un extintor,
mojamos una toalla por seguridad,
preparamos la gasolina,
nos dimos un discurso motivacional
muy enérgico y chocamos manos
y encendimos las cariocas.
Estaba aterrada.
La mitad de mi cerebro estaba en pánico
y pensando: "Ok, espera, tal vez
necesitamos pensar esto.
Probablemente deberíamos detenernos".
El sonido del fuego zumbando
al pasar por mi cabeza
era muy fuerte
y me transportó inmediatamente
a mi infancia.
Pero también fue
increíblemente estimulante.
La otra parte de mi cerebro,
la parte creativa, pensaba:
"¡No lo puedo creer!
Soy una bailarina de fuego".
Para quienes hacen malabares,
hay un nivel de adrenalina
o una agitación en el baile con fuego.
Pero como persona cuya vida
fue marcada intensamente por el fuego,
también sentí una inmensa
sensación de empoderamiento
al poder controlar y manipular el fuego.
Hice una decisión consciente
para salir de la aflicción.
No fue fácil.
Una canción de Nirvana dice:
"Perdí el confort de mi tristeza",
y es exactamente lo que hice.
Estaba en control de mi tristeza.
Sabía lo que esto me traería
y sabía que esperar,
pero en el fondo sabía que a cierto punto,
tenía que hacer ese duro trabajo
de intentar sanar mi pasado.
Así que seguí practicando.
Tomé una bolsa de plásticos,
la corté en tiras,
las até a los extremos de las cariocas
y las usé para replicar el sonido
del fuego al pasar cerca de mi cabeza.
Y continué enciendo las cariocas.
A un punto, algo cambió.
Mi perspectiva del baile con fuego cambió
de algo que me provocaba nervios
a algo que me trajo un tipo de paz.
Sin darme cuenta,
comencé mi propia forma
de terapia de exposición,
una verdadera psicoterapia
donde voluntariamente te expones
a lo que te ha causado un trauma
o que te asusta.
Me expuse al fuego
de esta manera tan única
y transformé lo que significaba para mí.
Mis pesadillas se redujeron
y ahora, años más tarde,
han desaparecido casi por completo.
Primero, bailaba solo para mí misma,
y luego en eventos y presentaciones.
Organicé un grupo de bailarines
de fuego cuando viví en Dubai,
hice arte con mi hermana
que se volvió fotógrafa,
le enseñé a niños a girar cariocas
en fiestas de cumpleaños,
me presenté en escenarios y en festivales
e incluso les enseñé a mis hijos
los principios de los malabares.
Eso no quiere decir
que el fuego en general
ya no me provoca nervios.
Puedo practicar un movimiento
un millón de veces,
pero cuando lo intento con fuego,
siento ese pánico familiar
y esa presión en mi pecho.
Aún me inquieta vivir en un hogar
que tiene dos historias
o el tener una chimenea.
Todas las noches antes de dormir
despejo el camino entre la habitación
de mis hijos, la de mi habitación
y todas las salidas
en caso de tener que salir rápido.
Y me ha tomado mucho tiempo
asimilar la idea de cerrar la puerta
de la habitación en la noche
para retardar un incendio,
porque siempre pensé que
si cerraba la habitación de mis hijos,
tal vez no pueda escucharlos
como mi madre me escuchó.
Y claro, esta es mi historia.
No puedo decir que tengo la respuesta
para alguien con un trauma distinto.
Si la situación hubiese sido la opuesta y
yo hubiese perdido un hijo en un incendio,
no creo que el baile con fuego
hubiese sido la solución,
o que siquiera fuese capaz
de acercarme al fuego de nuevo.
Pero lo que puedo decir de mi experiencia
es que después de vivir
un trauma o adversidad
tienes que decidir entre dos caminos.
Uno te llevará a una vida de miedo
y cobardía en la oscuridad,
como el retrato en blanco y
negro que describí.
Puedes continuar con la vida,
pero al mismo tiempo,
continuar aferrándote a esa tristeza
que te da comodidad.
El otro camino, salir de la aflicción,
no cambiará ni deshará nada.
Será difícil.
Siempre será difícil,
con altas montañas y
valles oscuros y profundos.
Pero este camino mira hacia adelante
y se mueve hacia adelante.
Cuando aprendí a bailar con fuego,
aprendí a reconciliar
la parte traumática de mi vida
con la totalidad de mi vida
conforme se seguía desarrollando.
El fuego ya no era solo un trauma,
sino belleza y arte también,
todo, a la vez, igual que la vida,
parpadeante y humeante
y ardiente y deslumbrante
y de algún modo, en medio de todo,
encontré una forma de bailar...
a mí.
Gracias.