Sobre las baldosas rojas del salón
solía bailar y cantar la película
para televisión titulada "Gypsy ,
en la que actuaba Bette Midler.
(Cantando) "He tenido un sueño.
Un sueño maravilloso, papá".
Lo cantaba con la pasión y el deseo
ardiente de una niña de nueve años
que, de hecho, tenía un sueño.
Mi sueño era ser actriz.
Lo cierto es que nunca
había visto a nadie parecido a mí
en la televisión o en las películas,
y es verdad que mi familia, amigos
y maestros me advertían constantemente
de que la gente como yo
no triunfaba en Hollywood.
Pero yo era estadounidense.
Me habían enseñado a creer que
cualquiera podía lograr lo que fuera,
sin importar el color de la piel,
el hecho de que mis padres
fuesen inmigrantes hondureños
o que no tuviera dinero.
No necesitaba que mi sueño fuera fácil.
Solo necesitaba que fuera posible.
Con 15 años
participé en mi primer
casting profesional.
Era un anuncio de tele por cable
o de pagadores de fianzas, no lo recuerdo.
(Risas)
Lo que sí recuerdo es que
el director del casting me pidió:
"¿Podrías repetirlo pero esta vez
sonando más latina?"
"Um. OK.
¿Quiere que lo diga
en español?", pregunté.
"No, no, en inglés,
pero sonando más latina".
"Bueno, soy latina,
¿no es así como suena una latina?".
Tras un largo e incómodo silencio,
finalmente dijo:
"OK, cariño, no importa,
gracias por venir, ¡adiós!"
Tardé todo el trayecto de vuelta a casa
en darme cuenta que con "sonar más latina"
me estaba pidiendo
que chapurrease el inglés.
Y no entendía por qué el hecho
de que yo era una latina auténtica,
de carne y hueso,
parecía no importar.
De todos modos, no conseguí el trabajo.
No conseguí muchos de los trabajos
para los que la gente quería verme:
la novia del pandillero,
la ratera descarada,
la chola preñada número dos.
(Risas)
Este era el tipo de papeles
disponibles para alguien como yo.
Alguien a quien miraban y consideraban
demasiada morena, demasiada gorda,
demasiada pobre, muy poco sofisticada.
Estos papeles eran estereotipos
y no podían estar más lejos de mi realidad
o de los papeles que soñaba interpretar.
Quería interpretar personajes
complejos y multidimensionales,
gente que existía en el centro
de sus propias vidas.
No figuras de cartón plantadas
en el fondo de vidas ajenas.
Pero cuando me atrevía
a decírselo a mi representante,
la persona a quien pagaba para que
me ayudase a encontrar una oportunidad,
su respuesta era:
"Alguien debe decirle a esta chica
que sus expectativas no son realistas".
Y no se equivocaba.
Lo despedí, pero no se equivocaba.
(Risas)
(Aplausos)
Porque cuando trataba de conseguir
un papel que no fuese un estereotipo,
me decían:
"No buscamos diversidad para este papel".
O: "Nos encanta, pero es demasiada
específica étnicamente hablando".
O: "Por desgracia, ya tenemos
un latino en esta película".
Seguía recibiendo el mismo
mensaje una y otra vez.
Que mi identidad era
un obstáculo que debía superar.
Y entonces pensé:
"Ven aquí, obstáculo.
Soy estadounidense. Me llamo América.
Me he preparado para esto
toda mi vida, seguiré el guión
y me esforzaré más.
Y lo hice, me esforcé al máximo
para superar todas las cosas de mí
que la gente decía que estaban mal.
Me alejaba del sol para que mi piel
no se bronceara demasiado,
alisé mis rizos para dominarlos.
Intenté constantemente perder peso
y compré ropa más cara y de moda.
Todo para que al verme,
la gente no viese a una latina
demasiada gorda, morena y pobre.
Verían de lo que era capaz.
Y quizá me darían una oportunidad.
En un irónico giro del destino,
cuando finalmente conseguí un papel
que haría mis sueños realidad,
fue uno que requería que fuese
exactamente quien yo era.
Ana en "Las mujeres de verdad
tienen curvas"
era una latina morena, pobre y gorda.
Nunca había visto a nadie como ella,
a nadie como yo en el centro
de su propia historia personal.
Viajé por todo EE.UU.
y a muchos países con esta película
en la que la gente, sin importar
la edad, etnia o tipo de cuerpo,
se identificaba con Ana.
Una joven mexicana regordeta de 17 años
que luchaba contra las normas culturales
para cumplir su sueño improbable.
A pesar de lo que
me habían dicho toda mi vida,
vi de primera mano que la gente quería
ver historias sobre gente como yo.
Y que mi expectativa poco realista
de verme representada
de verdad en la cultura
también era la expectativa
de muchos otros.
"Las mujeres de verdad tienen curvas"
fue un éxito de crítica,
cultural y de recaudación.
"Genial", pensé. "¡Lo logramos!"
Demostramos que
nuestras historias tenían valor.
"Las cosas van a cambiar ahora".
Pero vi que pasaban muy pocas cosas.
No hubo un antes y un después.
Nadie en la industria
corría a contar más historias
a un público hambriento
y dispuesto a pagar para verlas.
Cuatro años después,
cuando protagonicé "Ugly Betty",
vi como sucedía el mismo fenómeno.
"Uggly Betty" se estrenó en EE.UU.
para 16 millones de espectadores
y fue nominada a 11 Emmy en su primer año.
(Aplausos)
A pesar del éxito de "Ugly Betty",
no hubo otro programa de televisión
protagonizado por una latina
en la tele estadounidense durante 8 años.
Han pasado 12 años
desde que fui la primera y única latina
en ganar un Emmy como protagonista.
No es para estar orgulloso.
Es para sentirse muy frustrado.
No porque los premios
demuestren nuestra valía,
sino porque los que
vemos triunfar en el mundo
nos enseñan cómo nos vemos,
cómo nos valoramos
cómo soñar con el futuro.
Cuando me asaltan las dudas,
recuerdo que hubo una niña que vivía
en el Valle de Swat, en Pakistán.
De algún modo, llegaron
a sus manos unos DVD
de un programa estadounidense
en el que vio reflejado
su propio sueño de ser escritora.
En su autobiografía, Malala escribió:
"Me interesé por el periodismo
tras ver cómo mis propias palabras
podían marcar una diferencia
y tras ver los DVD de "Uggly Betty"
sobre la vida en
una revista estadounidense".
(Aplausos)
Durante mis 17 años de trayectoria
he sido testigo
del poder de nuestras voces
cuando tienen presencia
en nuestra cultura.
Lo he visto.
Lo he vivido, todos lo hemos visto.
En el mundo del entretenimiento,
en la política,
en los negocios, en los cambios sociales.
Es innegable: la presencia
crea posibilidades.
Pero durante los últimos 17 años,
también he oído las mismas excusas
sobre por qué algunos de nosotros
podemos estar presentes en la cultura
y otros no.
Nuestras historias no tienen público,
nuestras experiencias
no se reflejan en lo cotidiano,
nuestras voces son
un riesgo financiero muy alto.
Hace unos años me llamó mi representante
para explicarme por qué
no me habían dado un papel.
Dijo: "Les encantas,
y están dispuestos a que
el reparto sea diverso,
pero no se puede financiar la película
hasta que tengan a los actores blancos".
Me transmitió el mensaje
con el corazón roto
y con un tono que venía a decir:
"Sé lo mal que está esto".
Sin embargo, como otros cientos de veces,
sentí las lágrimas rodar por mis mejillas.
La angustia por el rechazo
se alzó dentro de mí
y oí la voz de la vergüenza regañándome:
"Eres una mujer adulta,
no llores por un trabajo".
Durante años sufrí este proceso
de aceptar los fracasos como propios
y luego sentir una profunda vergüenza
por no poder superar los obstáculos.
Pero esta vez, oí una nueva voz.
Una voz que decía: "Estoy harta.
Ya basta".
Una voz que comprendía
que mis lágrimas y mi dolor
no eran por perder un trabajo.
Era por lo que en realidad decían de mí.
Lo que habían dicho de mí toda la vida
ejecutivos y productores,
directores, escritores,
agentes, representantes,
profesores y familiares.
Que yo era alguien con menos valor.
Pensé que la crema de protección solar
y las planchas alisadoras
supondrían un cambio
en este rígido sistema de valores.
Pero entonces me di cuenta,
de que nunca había pedido
al sistema que cambiase.
Le pedía que me dejara entrar,
y eso no es lo mismo.
No podía cambiar lo que
el sistema creía sobre mí,
mientras yo creía lo que
el sistema creía sobre mí.
Y lo hice.
Yo, como todos los de mi alrededor,
creía que no era posible que
existiese en mi sueño tal y como era.
Por eso intenté hacerme invisible.
Lo que esto me reveló es que es posible
ser la persona que de verdad
desea ver un cambio
mientras se es una persona cuyas
acciones mantienen las cosas como son.
Y eso me ha llevado a creer
que el cambio no vendrá
identificando los buenos y los malos.
Esa perspectiva nos salva a todos.
Porque la mayoría no somos
ni lo uno ni lo otro.
El cambio vendrá
cuando todos tengamos el coraje
de cuestionarnos nuestros propios
valores y creencias fundamentales.
Y ver que nuestras acciones conducen
a nuestras mejores intenciones.
Soy solo una de los millones de personas
a quienes se les han dicho que
para cumplir sus sueños,
para contribuir al mundo con sus talentos,
deben resistir a lo que son realmente.
Sé que estoy lista para dejar de resistir
y empezar a existir
como mi yo pleno y auténtico.
Si pudiera volver atrás y decirle algo
a esa niña de nueve años
que bailaba en el salón, soñando,
le diría:
mi identidad no es mi obstáculo.
Mi identidad es mi superpoder.
Porque lo cierto es que
soy lo que el mundo es.
Uds. son lo que el mundo es.
Colectivamente, todos somos
lo que el mundo es en realidad.
Y para que nuestros sistemas
reflejen esto,
ellos no tienen que crear
una nueva realidad.
Solo tienen que dejar de resistirse
a aquella en la que ya viven.
Gracias.
(Aplausos)